Arquitectura
Una casa pasada por agua
Ha corrido el agua por sus contornos sin erosionar el brillo de su diseño. El tiempo transcurrido, medido en 75 años o en incalculables litros, mantiene a la «Casa de la Cascada» –que es como todo el mundo conoce a la Residencia Kaufmann, construida por Frank Lloyd Wright en 1935–, como la vivienda más famosa jamás construida, y entonces, lo que viene a continuación, es algo así como el pasado de la casa del futuro. O también, como la define el arquitecto Norman Foster: «El matrimonio más bonito jamás visto entre la arquitectura y la naturaleza».
La versión que ha quedado como oficial, más bien parece la leyenda. Edgar Kaufmann, un hombre de negocios de la poco glamurosa Pensylvania, quería cambiar la cabaña familiar por una vivienda con más estilo. Su hijo, alumno de Lloyd Wright, le convenció de que encargase el proyecto a éste, que tenía un particular estilo de trabajar. Nueve meses después de encargársele el proyecto, Lloyd Wright paseaba entre los árboles de la finca sin haber dibujado una sola línea. Por sorpresa, el señor Kaufmann llamó: quería ver los avances. El arquitecto ni se inmutó: en menos de dos horas trazó las líneas de los planos que ya estaban en su cabeza.
Inspiración japonesa
La sorpresa fue enorme para la familia, que quería vistas a la cascada, no vivir sobre ella. Hicieron numerosas objeciones, pero aceptaron, puede que a regañadientes. Lloyd Wright era un gran admirador de la cultura japonesa y se inspiró en los templos y santuarios de meditación rodeados de un lago, y actualizó, aunque sea lejanamente, las formas de una pagoda con los planos superpuestos de hormigón. «Ese voladizo es tan arriesgado y heroico como la idea de la casa en sí misma», dice Foster sobre la vivienda en conversación con este periódico. En ese punto coincide también Fernando Navarro, arquitecto miembro del Royal Institute of British Arquitecture (RIBA), que destaca que en la vivienda, en mitad de la naturaleza y con esos voladizos, apenas se aprecian los muros de carga. «Da la sensación de que se sostiene sola», asegura. Sobre el lenguaje arquitectónico, pone un ejemplo muy gráfico: «Cuando se presentó el modelo Smart, el mundo se dio cuenta de que se podían hacer coches de otra forma. Eso pasa con esta casa, que es mucho más que cuatro paredes: es una obra de arte».
En 1939, Lloyd Wright entraba de lleno en un debate que alcanzaba las artes o los medios de masas. Escribía: «Aquí estoy exaltando las sencillas leyes del sentido común que determina la forma por medio de la naturaleza de los materiales, la naturaleza del propósito... ¿la forma sigue la función? Sí, pero lo que más importa es que la forma y la función son una sola cosa». El propósito no era levantar una vivienda común, sino algo más. Un lugar especial donde los materiales se ponen de acuerdo para imaginar un lenguaje. La consecuencia es que los riesgos asumidos tienen costes. Pero la declaración de intenciones del arquitecto cobra más sentido aún si se piensa que la casa fue concebida para residencia de fin de semana pero su uso hoy es el de museo que soporta una gran afluencia de visitas, así que a los problemas que sufre toda obra de arte hay que añadirle un uso imprevisto. Eso ha provocado que la casa haya necesitado de constantes atenciones. El coste de fabricación, incluyendo todo el mobiliario, ascendió a 155.000 dólares de 1939. Además de trabajos de mantenimiento parciales casi cada año, en 2002 concluyó una gran restauración, que había obligado a cerrarla a los visitantes un tiempo, con un presupuesto diez veces mayor: 11,5 millones de euros.
Icono irrefutable
Para Navarro, ése es el precio que hay que pagar por «transgredir algunas de las cualidades básicas de las cosas. En concreto, juega en contra, con sus enormes voladizos, de la ley de la gravedad, nada menos. Lo mismo ocurre con la relación de lo construido con la naturaleza, ya que una casa no se construye en un cauce donde mana el agua. Es transgresora en cuanto a su geometría y también en cuanto a su sistema constructivo», asegura. Para Navarro, «Wright fue un gran investigador, un adelantado a quien no siempre le salieron las cosas redondas, aunque la de la cascada es un icono irrefutable». ¿Cómo se construiría hoy una casa destinada a convertirse en obra de arte? «La época es fundamental porque las necesidades entre el siglo pasado y éste son diferentes. Actualmente nos movemos alrededor de tres parámetros: la relación con la energía; nuestro contacto con la naturaleza y el incremento de la población, triángulo determinante en el siglo XXI». Desde ese punto de vista, no podría imitar el concepto de vivienda aislada, sino que debería levantarse dentro de la ciudad, en un medio urbano, en el que serían fundamentales la relación con la luz, el aire, el calor, el frío o la ventilación y debería integrarse en una manzana, porque «el ‘‘habitare'' tiene que ver con lo urbano y la comunidad».
Sobre la aparente falta de interés de los arquitectos a la hora de abordar la vivienda común del futuro, y no la de lujo como hizo Lloyd Wright, Norman Foster concede: «Es una buena pregunta.
Teniendo en cuenta las enormes necesidades de cobijo, saneamiento y electricidad para los miles de millones que formamos la humanidad, hay necesidades urgentes. Y la respuesta a esa pregunta, o la falta de ella, es una combinación de decisiones políticas y de diseño». Además, Foster puntualiza que las necesidades básicas de la población no hacen más que crecer, y a esas características en muchas zonas del mundo hay que añadir la protección frente a las catástrofes: «Terremotos, inundaciones, huracanes... son exigencias que, tristemente, nunca se van a desterrar de nuestra realidad. Una tienda de campaña no es una respuesta satisfactoria para la Humanidad». Pero eso es otro problema, probablemente. Mirando a la casa de Lloyd Wright, a algunos nos consuela pensar en que, aunque nuestra vivienda no será nunca un monumento nacional, al menos no tiene problemas de moho.
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