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Pies calientes
Me doy perfecta cuenta de que puedo enamorarme de una persona sin necesidad de saber mucho de ella y sin embargo sería incapaz de odiarla sin antes haberla conocido con cierta profundidad. Claro que a veces le llamamos enamoramiento a lo que es simple fascinación por una persona que nos atrae por su aspecto físico, por su posición social o por lo bien que se desenvuelve a la hora de reservar restaurante un viernes por la noche. El odio requiere más motivos que el amor y aunque a veces desemboque en un irracional derroche de violencia, lo cierto es que se necesita cierto grado de sensatez para despreciar de verdad a alguien. Si odiásemos a una persona por una causa poco consistente, lo olvidaríamos con el paso del tiempo y hasta puede que por falta de memoria acabásemos siendo otra vez amigos. Por eso para el mantenimiento del odio se requiere el rencor, que es una especie de memoria perversa, a veces incluso criminal, un resorte emocional que nos recuerda los motivos por los que hemos de odiar a alguien. Para el amor no se necesita memoria. Es un sentimiento que nos ocupa la mente a nuestro pesar, y no podremos deshacernos de él si no remite por sí mismo. Es terrible amar y no ser correspondido, porque se sufre sin remedio. Por amor se adoptan decisiones más drásticas que las que a veces se acuerdan por dinero, incluso más terribles que las que se toman por odio. Yo soy poco vengativo en el caso del odio, y desde luego no le deseo la muerte a nadie, no porque crea que no la merece, sino porque me parece que para esa persona su muerte sería más beneficiosa que mi odio. A veces con el paso del tiempo el desamor desemboca directamente en la indiferencia y uno queda redimido por fin de aquel dolor insoportable. Nos decimos entonces a nosotros mismos que aquel sentimiento no era para tanto, que en realidad ella se parecía a muchas otras, que tenía juanetes y que las angustias de nuestro corazón no tardarán en compensarse con la buena salud de nuestros bolsillos. Al final suele ocurrir que el amor se resiente por culpa de la monotonía, o por el mal aliento, y surgen las desavenencias. Un hombre y una mujer pueden llevar media vida juntos y proclamar que siguen enamorados, pero cada vez que cada uno por su cuenta se para a reflexionar, llegan a la conclusión de que si continúan juntos es porque la rutina suele ser menos arriesgada que la libertad. A veces nos resignamos aunque sólo sea porque a cierta edad siempre es enero y el otro tiene los pies calientes.
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