Literatura

Portugal

José Saramago uno de los nuestros

Hace doce años, la Cámara Municipal lisboeta abría sus puertas de par en par a José Saramago porque acababa de ganar el Premio Nobel de Literatura. De la fachada colgaban dos enormes cartelones con la leyenda «Parabéns, José Saramago» (Felicidades, José Saramago) y una foto sonriente del escritor.

Pilar del Río: Ésta sí que es la despedida definitiva de Saramago de Lanzarote
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Era 1998 y el autor, acompañado de su esposa Pilar del Río, vibró en aquella jornada especial en la que su pueblo celebró el primer y único Nobel luso. Han pasado doce años y ayer pendían de la fachada dos enormes bandas similares, pero la inscripción era otra: «Obrigado, José Saramago» (Gracias, José Saramago).

 

Al poco tiempo de que el féretro con los restos mortales del autor de «El año de la muerte de Ricardo Reis» aterrizara en la capital portuguesa, donde fueron recibidos con honores militares, la gente comenzaba a congregarse a la puerta de la Cámara Municipal. Bandera roja y verdeCubierto por la bandera roja y verde, el ataúd, portado a hombros en el aeropuerto por un grupo de soldados hasta el coche fúnebre, fue introducido en el recinto por otra guardia de honor en medio de los aplausos de los lisboetas concentrados ante sus puertas. No hacía mucho calor para junio, el justo que pasaba de los veintitantos, pero era fin de semana; quizá, decían algunos en voz alta con un punto de lamento en las palabras, eso impediría un adiós multitudinario.

Joao, Rui, Zé, Ricardo, Arminda, Mafalda... lucían rosas y claveles rojos en sus solapas o en sus trajes, a modo de tributo a Saramago, como un guiño de recuerdo a aquella revolución de hace 20 años. Junto con las autoridades portuguesas (a las que se unió la titular de Cultura española, Ángeles González-Sinde), cientos de rostros anónimos se acercaron a dar el último adiós al escritor que un día fue cerrajero, mecánico y más tarde se hizo periodista.

También se acercaron escritores e intelectuales portugueses en un incensante goteo que se prolongó durante horas. Algunos nunca habían leído un libro suyo –lo decían sin rubor–, pero sentían al escritor como algo propio, de la misma tierra. Hubo escenas emocionantes, con lágrimas y llantos. Y, sobre todo, silencio y respeto, mucho respeto. Las banderas ondeaban a media asta mientras el sol lisboeta, ese que se estrella inmisericorde contra los adoquines de las calles empinadas que recorren los tranvías, se despedía hasta el día siguiente.