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Afganistán

Libia ahora antes y después

La Razón
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Muchas cosas pudieron y podrán salir mal, pero hasta ahora no tenemos de qué quejarnos. La suerte cuenta. Ha habido aciertos por pura chiripa. El inicio del proceso de intervención rayó en el absurdo. Las soflamas humanitarias del hace muchos años nuevo filósofo francés Bernard-Henri Levy convencieron a la señora Sarkozy, que arrastró al presidente, considerando la empresa favorable desde un punto de vista electoral.

¿Y el petróleo? Abruma la cantidad de gente que experimenta el irresistible reflejo pavloviano de atribuir a ese producto todo avatar internacional que acontezca a un país que lo posea. El automatismo es absoluto e instantáneo. Nada hay que averiguar, comprobar o documentar. Es axiomático. El impulso es para algunos tan impetuoso que llegan a dar por supuesto que todo país islámico donde haya guerra e intervención ha de poseer ese oro líquido, así sea Bosnia, Kósovo o sobre todo Afganistán, donde se haya sólo en las gasolineras y hay pocas. Respecto a Libia, en cuanto a petróleo, Gadafi era el hombre con quien tratar, como en Irak, Saddam. La guerra es más bien a pesar de, no por.

Con los franceses decididos, hubo todo un encadenamiento de renuentes apoyos, esencialmente porque, por un lado, no se la podía dejar que perdiese una guerra y, por el otro, se esperaba que, ante tan imponente coalición, el régimen de Gadafi se desmoronaría. Cuando lo que se desmoronó fue esa esperanza, los insoportables costes de la derrota empujaron hacia adelante a los coaligados. Empezaron sin estrategia, pero el deseo de que la implicación fuera la mínima indispensable impuso una tan vieja como la guerra misma, el desgaste. Occidente y algunos árabes han estado manteniendo la paridad de los incompetentes y desvalidos rebeldes con los superarmados profesionales de Gadafi. Mientras los primeros iban mejorando sus habilidades y armamento, los segundos veían deteriorarse poco a poco sus capacidades y moral.

Una estrategia lenta pera inexorable para quien tenga el mayor aguante. Hace pocas semanas, Sarkozy habló de negociar con Gadafi, y Cameron se mostró favorable. Puede haber sido el peor momento de la guerra. ¿Sabrán algo que yo no sepa?, pensé. Por su cargo están en condiciones de ello, pero no, sólo flaqueaban cuando el final estaba ya al alcance de la mano. Para Trípoli, los rebeldes ya tenían un plan pero casi no fue necesario, porque los gadafistas tiraron la toalla y salieron corriendo. En esas condiciones el papel de los del interior de la ciudad fue más importante que el de los que se disponían a un feroz asalto. Otra afortunada coincidencia que ahorró un gravoso baño de sangre y contribuyó a borrar una peligrosa distinción entre el Este y el Oeste.

Ahora todo está por hacer. Afortunadamente, de nuevo, el desgaste desde el aire fue sólo de las fuerzas militares, las infraestructuras físicas están casi intactas. Por el contrario, las institucionales son casi inexistentes. El régimen de Gadafi era tan extremadamente personalista y de tal manera reflejaba su pintoresquismo personal e ideológico, que casi no existe Estado. El Consejo Nacional Transitorio ha de construirlo al tiempo que desactiva, desarma y refunde en nuevas instituciones militares y de seguridad las múltiples milicias en las que los alzados individuales han ido agrupándose según varios y escasamente conocidos criterios de afinidad. El principal activo es que no existe en el país un problema de identidades étnicas enfrentadas y que, a pesar de sus endebles raíces históricas como entidad política unitaria, todos proclaman su carácter de libios por encima de otros criterios divisorios.

Del tribalismo se ha hablado sin cesar y no se ha aclarado nada. Cierto que la mayoría de los habitantes del territorio, en siglos o milenios de nomadismo por el desierto, eran absolutamente tribales. Pero nadie parece saber en qué medida esos vínculos sociales son hoy día decisivos, cuando la casi totalidad de la población se ha urbanizado y vive en las ciudades de la costa. Sólo Trípoli, Bengasi y Misrata suman más de la mitad de los 6'5 millones de habitantes. Sobre el papel del islamismo todo son temores y sospechas, pero escasos los conocimientos. Fue muy importante, sobre todo en la parte oriental, que proporcionalmente produjo más hombres bomba que ningún otro territorio islámico, pero Gadafi siguió con ellos una política de exterminio. El descubrimiento de algún eminente yihadista a la cabeza de una milicia es inquietante. Razón de más para que Occidente no se lave las manos y lleve su empeño hasta donde sea posible. Como con la guerra, es indispensable seguir contando con el apoyo de los demás árabes. Los limítrofes ansían estabilidad en las fronteras y que las remesas de sus emigrantes puedan retornar al trabajo en Libia. Qatar y los emiratos cooperaron militarmente y les sobran recursos para hacerlo ahora con ayuda económica.

Para los occidentales hay todo un libro abierto de lecciones que extraer. Hemos podido, pero los europeos hemos llegado al borde de nuestras capacidades. Los otros, porque de España más vale olvidarse, como hace el mundo entero cuando da la lista de participantes. Una buena razón para no intervenir en Siria es que la OTAN ha quedado dividida y exhausta.