Bilbao
Rousseau: arte revolucionario sin salir de casa
Le llamaban «El Aduanero» y en la vida hizo poco ruido, pero su pintura, de inocente apariencia, fue admirada por los grandes artistas. El Guggenheim de Bilbao presenta la primera monográfica en España
Pasó por ser un pintor «naïf» en el más horroroso sentido de la palabra, sin calidad técnica, de una bondad ingenua, dominguero, antimoderno y, poco ambicioso, simple y malo. Pero, sin embargo, contó con una de las tumbas más regias del arte moderno. En 1912, a los dos años de su muerte, Robert Delaunay pagó, junto a otros amigos, la concesión de una sepultura durante treinta años; el epitafio de la lápida lo compuso Apollinaire y lo esculpieron Brancusi y Manuel Ortiz de Zárate. En ese mismo año, una de sus obras se colgó en la exposición «El jinete azul», en Munich, acontecimiento capital en el arte (ácido y crítico) que vendría patrocinado por Kandinsky, que se contaba entre su ejército secreto de admiradores. Decía el padre del arte abstracto que Rousseau tenía «un sonido especial».
De «naïf», por lo tanto, nada. En esta exposición de casi una treintena de obras queda claramente dicho, porque con cada cuadro Henri Rousseau lanza una carga de profundidad contra los sentidos, de los bienpensantes y de los otros. Bajo la sombra de su apodo, «El Aduanero», contribuyó a crear la personalidad de un funcionario apático, de vida anodina, pintor a deshoras, como fuera del tiempo, tan misterioso que acabó en la cárcel por hurto o por participar en una estafa. Pero contó con el favor y la comprensión de Picasso, que siempre conservó un cuadro de él en su taller. En 1908, en plena etapa cubista, Picasso encontró en un chamarilero un cuadro de Rousseau empolvado por el olvido, «Portrait de femme», que compró por unos cuantos francos. A continuación Picasso le organizó una gran comilona en su honor, el famoso «Banquet Rousseau», al que asistirián Braque, Apollinaire, Max Jacob, Gertrude Stein, entre otros. Mientras, Rousseau se dedicaba a dar clases de violín a los niños del barrio –y a tocarlo en la calle en momentos de penuria– y a enseñarles a dibujar. Sin duda, una rareza. Estuvo casado dos veces. Su primera mujer murió de tuberculosis, y de los nueve hijos que tuvo, sólo sobrevivieron dos.
El primero que lo descubrió fue Afred Jarry, poeta, escritor y autor de «Ubu Rey», quien, casualmente, habían nacido en la misma ciudad, Laval, en el noroeste de Francia. Rousseau también había escrito dos obras de teatro que Tristan Tzara se ocupó de que se estrenaran en los años 40.
Lo que no se veMientras el Salón de Otoño de 1905 vivía un momento especial en pleno desarrollo del cubismo y el fauvismo, Rousseau presentaba «El león hambriento se abalanza sobre el antílope», una obra desconcertante: en un lugar selvático, de flora impenetrable, con plantas acechantes nunca vistas hasta hora (inventadas), un león devora a un inocente animal. Eso sucedía mientras Picasso y Braque descomponían el arte moderno. Pero Rousseau tampoco se estuvo quieto.
A Rousseau no le interesesaba la imagen «oficial» de las ciudades, y así ya no pintará París tal y como la conocemos, sino sus suburbios; la frondosa vegetación sólo anuncia el mundo como un lugar hostil donde vivir; las calles no van a ninguna parte; construye una antiperspectiva mientras se dedica pacientemente a detallar los elementos ornamentales del cuadro; las escenas se iluminan bajo una luz lunar sin sombra (De Chirico continuará por ese camino); contrapone el mundo real a otro que todavía no existe, de formas aún no inventadas, casi en contra de las leyes de la física.
De esta manera, muchos de sus personajes, aparentemente personas de vida discreta (se dijo que Rousseau era el pintor de los pequeños burgueses), aparecen sin pies. O en los retratos de encargo se permite pintar a alguien con una sola oreja, como es el caso de Pierre Loti. Nadie sabe por qué. Como tampoco hay una explicación a que el propio Rousseau sea modelo de muchos de sus propios cuadros, y que incluso llegara repetirse varias veces en uno mismo. En «Artilleros» (1893-85) pinta una formación de catorce soldados y todos son el propio Rousseau.
Su concepción de la pintura, sin embargo, es más moderna que la propia vida de «El Aduanero»: mientras en la pintura tradicional se pinta desde el primer plano hacia atrás, creando la perspectiva, él lo hace al contrario, de forma que parece que esté construyendo un collage. Cuando a Picasso le decían que Rousseau representaba el nuevo arte moderno, añadía: «De ser así, yo seré un artista egipcio». La exposición coincide con el centenario de la muerte de Rousseau y ha sido organizada con la colaboración de la Fundación Beyeler de Suiza.
El hombre que no fue lejosPor más exotismos, selvas y animales que aparezcan en sus pinturas, Henri Rousseau nunca salió de Francia. Eso sí, pasó mucho tiempo en el Jardín Botánico, aunque decía que había estado en México en una misión militar. Toda su obra parte de documentación y de interiorizar algunas experiencias, como en el cuadro «La Guerra». De éste, Picasso dijo que él no hubera pintado el «Guernica» sin haber visto antes este gran lienzo. Abajo, «La boda» (1904-05).
Lugar: Museo Guggenheim de Bilbao.Cuándo: Del 25 del mayo al 12 de septiembre. Precio medio: 13 euros.
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