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Pecado y virtud por Ángela Vallvey
Alemania no posee un pasado glorioso, al contrario que Gran Bretaña, Italia, Francia… incluso España. No existía como tal en la Edad Media. Bueno, cierto que el Emperador Maximiliano I incluyó la denominación «Germánico» en el título del emperador romano, pero para entonces el Imperio Romano –que tardó siglos en desmoronarse– era un chiste, una especie de cortijo de los Habsburgo. La conciencia nacional despierta en la mentalidad colectiva alemana a comienzos del siglo XIX –la poesía y la filosofía tuvieron mucho que ver en eso–, mientras seguirá en carne viva el recuerdo de los avasallamientos y el abuso de sus comarcas por gobernantes propios y extranjeros. El imperio colonial y económico inglés crecía y no aparentaba tener límites; Francia dictaba la moda del mundo: en el vestir y en la revolución, por no hablar del poderío impresionante de la hazaña napoleónica, entretanto Alemania, sin un Estado común y unificado, lejos aún de ser una nación, sentía que la historia se burlaba de ella, de su ejemplaridad, de la fuerza de su trabajo duro, de su empeño colectivo. No se convirtió en una potencia hasta que Bismarck asoció a los estados alemanes, excepto Austria, bajo la bota de Prusia.
El pueblo alemán tiene, por así decirlo, cierto complejo de oprimido, una histórica insatisfacción que siempre ha sido bien explotada por sus gobernantes para desviar su atención de los asuntos domésticos y culpar a otros de sus males. Lo está demostrando el comportamiento de Alemania –políticos y votantes– en esta terrible crisis del euro: piensan que los únicos infractores somos los demás. Como decía Jean Claude Juncker, primer ministro luxemburgués: se consideran los únicos virtuosos y creen que los demás somos «pecadores de la Estabilidad». No reparan en que casi todos los «malos» tenemos bastante «menos» deuda que ellos.
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