Estados Unidos
Un final turbio
Nadie va a subirse a bordo de ningún portaaviones, al estilo Bush, para declarar el final de las operaciones a gran escala de la guerra de Libia. Básicamente porque las operaciones se han lanzado y se mantienen a escala media y baja. Y porque difícilmente se puede hablar de guerra en el sentido más clásico y puro del concepto, desde Aristóteles hasta nuestros días.
El hecho constatable es que a medida que las hostilidades parecen entrar en su recta final, el panorama de amenazas se enturbia y el de desafíos se amplía. Ni la OTAN acaba de dar la puntilla desde el aire, ni el choque híbrido entre partes sobre el terreno se resuelve del lado de quienes siguen llevando la iniciativa, ni se avizora una decapitación del régimen en la figura del depuesto dictador; ni terminan de caer algunos de sus vástagos, que facilitarían valiosísimas piezas de información sobre la supraestructura del desmoronado sistema. A este escenario de desconcierto semicontrolado contribuye el que un díscolo cabecilla rebelde haya amenazado con denunciar a dos de los promotores de la lucha global contra el terrorismo, ahora en la misión de deshacerse de Gadafi.
Elevado de la anécdota a la categoría, el caso Belhaj revela que en el apoyo de las principales potencias occidentales a las revueltas árabes hay más de «realpolitik» que de idealismo político, a pesar de las apariencias y los discursos.
En efecto, hace diez años, con la caída de las Torres Gemelas como ahora con el derrumbe de algunas dictaduras putrefactas, Estados Unidos y sus principales aliados perseguían y persiguen la máxima influencia sobre los núcleos de poder fundamentales en el mundo musulmán. Lo hicieron y lo hacen comprometiendo determinadas consideraciones éticas y ciertos principios.
No hay cambios en el mundo libre. Sí que se han alterado por el contrario los equilibrios de poder en el norte de África. Y eso, precisamente, ha provocado que un sujeto como Abdelhakim Belhaj haya pasado de presuntamente torturado a entusiastamente patrocinado.
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