Lisboa
OPINIÓN: Si quieren salvar el euro por José María Aznar
Los líderes políticos europeos están asumiendo la realidad de la crisis de deuda que sufren algunos países de la zona euro. Este reconocimiento es una buena noticia. Hasta la cumbre de la semana pasada, el consenso político europeo parecía enraizado en la negación de la realidad, adornado con grandes dosis de retórica pseudo-europeísta y apelaciones a una falsa solidaridad.
Sólo si se mantiene esta nueva disposición mental y se persevera en las decisiones políticas y económicas que la realidad exige podrá salirse de la trampa en la que está la eurozona.
El euro fue una gran decisión política y un gran acierto económico. Estuvo diseñado en su día para ser un ancla de estabilidad y prosperidad a largo plazo para los países que accedieran a él. Hoy en día estos dos principios, estabilidad y prosperidad a largo plazo, siguen siendo los únicos que hacen políticamente posible la existencia del euro. El euro fue una decisión política y por eso los problemas que hoy tiene son también, en esencia, políticos.
De esta crisis debemos extraer la lección de que los países tienen que estar preparados para el euro, no sólo en el momento del ingreso, sino con el cumplimiento estricto y permanente de las condiciones para su buen funcionamiento. Por eso, hasta que cada país haga las contribuciones y reformas necesarias para que esos dos principios vuelvan a ser una realidad en todos y cada uno de los países, las tensiones en la eurozona no remitirán. La eurozona en su conjunto y, sobre todo, cada país miembro deberán estar dispuestos a cumplir estas medidas.
El Pacto de Estabilidad y Crecimiento original establecía que cada país debía mantener su déficit presupuestario anual por debajo del 3por ciento del PIB, y la deuda nacional por debajo del 60 por ciento del PIB. Haber dinamitado los estrictos requerimientos de las reglas de disciplina fiscal y presupuestaria, fue el primer gran error de la eurozona. Esta voladura de las normas del club por parte de los gobiernos nacionales, cuyo deber era velar por su cumplimiento, envió la errónea señal de que no era preciso perseverar en el esfuerzo y la disciplina que se necesitan para formar y preservar la moneda única.
Retrasar las reformas estructurales que la eurozona necesita desde hace años para ser mas competitiva ha sido el segundo gran error. Europa decidió embarcarse en un debate bizantino sobre sus instituciones en vez de acometer con decisión la agenda de reformas económicas que se pactó en Lisboa hace más de una década. Esto nos ha llevado a una década de esfuerzos políticos malgastados y a que Europa perdiera peso relativo en la economía de la globalización.
La situación en cada país es diferente, y por ello habrá que aplicar soluciones específicas, pero los principios y los objetivos deben ser comunes. Grecia entró en el euro sin cumplir en realidad con los criterios de acceso y su gasto público incontrolado ha deteriorado gravemente su competitividad. El caso de Irlanda es distinto; creció con vigor y ganó competitividad, pero ha sido la asunción desmesurada de riesgos por parte de su sector bancario lo que condujo a que estallaran las burbujas de activos, y a su vez, a la crisis fiscal. Portugal ha dejado una estructura económica anquilosada, con una agobiante presencia del sector público, sin reformar. En Italia, la falta de un crecimiento económico vigoroso junto con la creciente deuda pública está en la base de sus problemas.
El gobierno socialista español ha gestionado de forma irresponsable la crisis. Ha duplicado prácticamente el nivel de deuda pública y ha preservado esencialmente un mercado de trabajo disfuncional con dos terribles consecuencias: ha expulsado a media generación de jóvenes del mercado laboral y ha deteriorado de forma significativa el potencial de crecimiento de la economía. Finalmente, no ha abordado con la necesaria velocidad y voluntad la reestructuración y recapitalización del sistema financiero. Y sabemos que en Alemania está pendiente la recapitalización de un sector bancario que ha financiado activamente por medio mundo numerosas burbujas de activos.
En definitiva, con esta crisis se ha planteado de nuevo un verdadero debate político y económico, que parecía estar cerrado en los años noventa, pero que ahora vuelve con toda crudeza. La cuestión a la que Europa se enfrenta no es si la moneda única es posible. Claro que lo es. Se trata de determinar qué tipo de moneda única queremos. Y en función de la respuesta que demos a esta pregunta tendremos que ajustar nuestras decisiones económicas y políticas.
Un ministerio de finanzas europeo no es la panacea que solucionará todos estos problemas. Tampoco creo que una unión fiscal más ajustada sea la solución a esta crisis. La solución es recuperar y respetar las reglas originales del euro y liberalizar las economías de Europa. Y si, en vez de ello, la Eurozona evoluciona hacia un sistema de transferencias que perpetúe los subsidios, compraremos estabilidad a costa de un crecimiento económico necesario para competir en el futuro.
Al final la realidad se impone. Cada país deberá asumir un compromiso político auténtico para desarrollar la agenda de reformas estructurales que necesita. Sólo así se podrá aumentar el crecimiento y hallar una salida a nuestros problemas de deuda. Debemos establecer un verdadero mecanismo paneuropeo de resolución de crisis bancarias que impida su conversión en crisis de deuda soberana. Y será necesario admitir la reestructuración de la deuda de países como Grecia, cuya dinámica era insostenible.
No hay una salida fácil e indolora a la situación actual. Pero si cada país asume las reformas necesarias y cumple con sus deberes lo antes posible, el proyecto europeo podrá recuperar su pujanza. Las posibilidades de futuro que nos abrió el euro serán visibles una vez más y se evitará una indeseable división política de Europa.
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