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Adiós

La Razón
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El 10 de mayo de 2011, José Luis Rodríguez Zapatero, presionado por los líderes de todo el mundo, tomó algunas de las medidas de austeridad económica que hasta ahí se había negado incluso a imaginar. Aquel día pensé que Rodríguez Zapatero podía ganar las siguientes elecciones. Habiendo dado un giro tan sustancial a la política económica, era seguro que se habría elaborado un discurso de altura, capaz de justificarlo o al menos de explicarlo. Zapatero no era Churchill, claro está, pero podía intentarlo. Si hablaba con franqueza y audacia del bien común, de los sacrificios necesarios, de la grandeza de un propósito colectivo, tal vez alcanzaría a recomponer sus filas. No hubo nada de eso. Los recortes y los sacrificios llegaron solos, sin la menor justificación, a trompicones. No era el primer presidente del Gobierno que ha tomado decisiones complicadas sin molestarse en explicarlas. La diferencia es que en aquellas condiciones, era un suicidio político.

Descartados Churchill y el paradigma heroico, quedaba por ver qué modelo histórico guiaría sus pasos. No estuvo del todo claro hasta que Rubalcaba emergió de las tinieblas para hacerse con el poder en el Partido Socialista. Entonces se vio con claridad que el punto de referencia sería… Manuel Azaña. A Rodríguez Zapatero le faltaba, claro está, la obsesión literaria del presidente de la República, esa obsesión que le llevó a convertirse él mismo en el principal objeto de su acción política y a tratar de salvar su propia posición para la posteridad en una prosa labrada obsesivamente, como quien se agarra a la última tabla de salvación ante el naufragio. Aun así, los parecidos son sorprendentes.

En primer lugar estuvo el republicanismo a la española, rencoroso e inaplicable, del que habrá que hablar mucho más de lo que se ha hecho para entender estos siete años de gobierno alucinado, entre el capricho y el delirio ideológico. Luego vino la posición personal de quien se sabe perdido y se deja llevar por la circunstancia en un gesto de abandono, como un chiquillo que rompe el juguete con el que siempre había soñado y sólo se le ocurre ponerse a llorar, casi encandilado con su propia impotencia. Y además estaba la relación con Rubalcaba, a quien se ceden los trastos, como Azaña se los cedió a Negrín, para comprobar que el hombre de confianza le había dejado convertido en una suerte de reina madre apestada, a quien conviene mantener apartada de cualquier decisión. Azaña se quejaba amargamente de la ingratitud de sus amigos. Lo mismo andará haciendo Rodríguez Zapatero.
Con Azaña terminó para varias generaciones la política del republicanismo. Rodríguez Zapatero la resucitó desde la pura ideología para volver a ensayarla en la realidad española. Una vez más, hemos comprobado su capacidad destructiva. No sabemos si quienes lo apoyaron y lo jalearon se habrán dado cuenta de la monstruosidad que patrocinaron.