Crisis económica
Pobres e indigentes
A pesar de no haber vivido nunca en la miseria, por lo que sé de ella estoy seguro de que me habría adaptado mejor a la indigencia que a la simple pobreza. La mayoría de los indigentes que he conocido se enfrentaban a su situación sin considerarla algo de lo que tuviesen que avergonzarse. La del pudor es una sensación que se pierde a partir de que caigas por debajo de los límites de la pobreza y te conviertas en un indigente. Así como los pobres tienen dignidad y vergüenza, los indigentes sólo tienen resignación y rencor. Por eso si yo fuese indigente, por miedo a tener vergüenza evitaría a toda costa que un inesperado golpe de suerte me convirtiese en pobre. La sociedad les exige a los pobres un cierto nivel de convivencia y una conducta acorde con la clase social a la que pertenecen. No ocurre lo mismo con los indigentes, una subespecie humana de la que quienes se ocupan no son los expertos en sociología, sino los cazadores, los barrenderos y los biólogos. Suele ocurrir que cuando aumentan en exceso las capas de pobreza, un estallido social da lugar a un movimiento revolucionario, y a veces, a un cambio estructural que transforma por completo el Estado. Los indigentes inspiran menos temores en ese sentido. Su terrible postración los incapacita para urdir ideas radicales que estremezcan los pilares de la sociedad, de modo que si se les mira con recelo es única y exclusivamente porque si bien por sus ideas sólo podrían tener la ocurrencia de suicidarse, por su mala salud los indigentes son muy capaces de propagar una epidemia. Por eso a veces salta aquí o allá un político que saca a relucir la peregrina idea de luchar contra la indigencia con las mismas armas con las que se lucharía contra las plagas del campo. No se atreven a fumigar a los pobres porque los pobres leen, piensan y votan. Luchan contra la indigencia no porque pretendan redimir al indigente, sino porque aunque se consideran a salvo de unas ideas revolucionarias de las que los miserables carecen, temen en cambio contraer sus enfermedades. Aunque me tienta la grandeza moral de la pobreza, la verdad es que puesto a elegir habría preferido ser indigente. Porque desde el punto de vista de un hombre escéptico y cansado, la insufrible e incierta posibilidad de llegar más alto resulta siempre más angustiosa que la simple certeza de no caer más bajo.
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