Literatura

Nueva York

El triunfo del más grande

La Razón
La RazónLa Razón

El Teatro Real ha batido todos sus récords de minutos de aplausos tras una representación en cada uno de los Boccanegras de Plácido Domingo, hasta sobrepasar la media hora. El tenor había cantado la obra en Berlín, Milán, Nueva York y Londres pero, si bien en ellos había sido recibido con admiración, en Madrid ha encontrado mucho más a pesar de no ser una plaza nada fácil. Ha encontrado auténtico cariño y eso es algo que le ha emocionado profundamente y que ya nunca olvidará, porque es cierto que aquí ha cosechado muchos éxitos, pero también que el público y alguna crítica han sido a veces cicateros con él. En esta ocasión el público se ha dado perfecta cuenta de que Domingo es un caso único. ¿Quién en la historia lírica ha conseguido a los setenta años conservar la voz con esa frescura de vibrato –lo decía boquiabierto Pedro Lavirgen en el camerino: «Yo soy Lavirgen, tu eres Dios»–, con esa potencia, con ese desenvolvimiento escénico y con ese entusiasmo que le lleva a aprenderse cada año nuevos papeles (Cyrano, el último emperador, Orestes, el cartero, etc). El público, que conoce de su reciente operación de colon, no sabe sin embargo que entre las funciones de Madrid ha estado viajando a Italia para perfilar con Zubin Mehta su próximo Rigoletto y que incluso estuvo a punto de dirigir dos «Toscas» en El Escorial. Sin duda el Superman de la lírica, como le llama José María Irurzun. Y no se le escapa un detalle, como el último día dedicar unas verónicas con el manto del Doge a una sinrazón o pedir a Antonio Moral que saliese también a saludar en lo que para él era su adiós al Teatro Real, a lo que con muy buen criterio no se avino.Algunos, hace treinta años, no le augurábamos mucho futuro cuando incorporó Otello. ¡Hay que ver cómo nos equivocamos a veces los críticos! De este merecido triunfo, me quedo con unas palabras de Teresa Berganza tras el cuadro del Consejo: «Si ya me ha hecho llorar, no se qué pasará luego».Lo envidiable, en los postres de una carrera, es poder aún triunfar a lo grande con un Verdi mayúsculo, que permanece en escena de principio a fin sin parar de cantar.