Constitución
Presunción de inocencia
Hobbes tenía una visión muy negativa de la naturaleza humana, el hombre es un lobo para el hombre, siempre inclinado al delito y al caos, y, por ello, el Estado (el gran Leviatán) debe controlar esta disposición al crimen propia de la naturaleza humana. Sólo ese gobierno es el que nos proporciona paz y seguridad, de tal modo que los convierten en referentes y valores absolutos de la sociedades. Locke, por el contrario, tiene una visión más positiva del ser humano, donde principios y derechos, como lo son el de libertad e igualdad, se convierten en límites de las acciones que tengan como fin mantener la paz y la seguridad. De tal modo que el Estado debe mantener la paz y la seguridad como condiciones para desarrollar la libertad individual y las garantías del ser humano, y sólo para ello. Frente al Estado fuerte y centralizado de Hobbes, Locke contrapone la separación de poderes, condición necesaria para evitar que el Estado anule al individuo. Ni el más grave error judicial, ni la extraña desconfianza en los jueces instalada en ciertas clases políticas, pueden cuestionar el principio de separación de poderes. Hoy en día, algo tan esencial para la democracia actual parece haberse convertido en algo disponible, donde la garantía de los derechos individuales así lo es, y ello en función del tipo de delincuencia. Esto no es más que el principio del fin, porque, cuando algo se excepciona de forma limitada, se acabará convirtiendo en una regla general. Los delincuentes, y sobre todo cuando están organizados, nos hacen daño dos veces, primero cuando infligen el mal a sus víctimas y después cuando, como consecuencia de ello, nos obligan a reaccionar limitando nuestros derechos, para así poder combatir de forma más efectiva su acción criminal. Pero en todo hay límites, y algunos deben ser infranqueables. No se puede limitar la presunción de inocencia, estableciendo presunciones de culpabilidad, por más que odiemos el delito y también, por qué no, al delincuente; por más repugnancia que nos produzca y, sobre todo, cuando la limitación ni tan siquiera es susceptible de añadir un ápice de éxito a la lucha contra la delincuencia ni a la prevención de la misma. El derecho que tiene todo acusado a no sufrir una condena, a menos que la culpabilidad haya quedado establecida mas allá de toda duda razonable en virtud de pruebas de cargo obtenidas con todas las garantías, es sagrado en una democracia, y en la nuestra no se ha limitado ni tan siquiera con la lacra del terrorismo, porque ello supone otorgarle al delincuente la referida victoria, que ni tan siquiera ha sido buscada por su abominable conciencia. Ello no impide en modo alguno la existencia y previsión de medidas cautelares que tengan como fin asegurar el sometimiento del acusado al procedimiento, el resultado final del mismo y, sobre todo, que adelante la protección y defensa de la víctima sin tener que esperar a un juicio definitivo de culpabilidad. Normalmente a la persona a la que afecta el proceso, si es culpable o así se siente, su tendencia natural le llevará a realizar actos que dificulten o impidan que el proceso penal cumpla su fin (hará desaparecer los datos que hagan referencia al hecho punible, se ocultará y, sobre todo, puede afectar a la víctima). Por ello, la Ley faculta al juez a que adopte determinadas precauciones para conjurar aquel riesgo, pero en modo alguno se pueden convertir en anticipos de la pena o castigo, no tienen este fin, por más que el deseo legítimo de justicia de la sociedad esté mezclado con también un lógico deseo de venganza. Esto nunca se ha practicado en nuestra Democracia, ni tan siquiera en los años del plomo de ETA y no se debe hacer. Cualquier medida de reforma en este sentido ha de ser bien explicada y evitar a la sociedad que se vea inmersa en debates, que lo único que consiguen es debilitarnos. En la lucha contra el crimen de cualquier naturaleza, incluidos los que afectan a las relaciones familiares y a las de afecto, nadie se puede permitir el lujo de dividir la sociedad y enfrentarla a falsos debates. Todos estamos en contra de este tipo de crímenes y todos hemos luchado, y lo seguiremos haciendo con los instrumentos legales a nuestro alcance, pero siempre teniendo en cuenta los principios que aseguran que una democracia lo sigue siendo. La presunción de inocencia lo es y no se puede quebrantar. Permítanme terminar rebajando el tono de mi reflexión, pero un día como el de hoy permite esta licencia: un entrenador habla con su portero suplente, éste con el titular, y éste con otro jugador, que termina siendo expulsado junto con otro compañero. ¿Se puede presumir, sin más pruebas, que las expulsiones fueron forzadas por órdenes del entrenador? Ni en el ámbito administrativo sancionador se permite la limitación de la presunción de inocencia.
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