Marbella
Michelle la Virgen y el gasto
Lamento desilusionar a mis lectores, pero por acá los medios de comunicación no han prestado apenas atención a la estancia de la señora Obama en Marbella y cuando lo han hecho ha sido para criticar semejante viaje al extranjero en época de crisis. Es cierto que la visita de la primera dama ha venido opacada por dos cuestiones que a los norteamericanos les interesan más. La primera es el hecho de que uno de los retoños de los Clinton ha contraído matrimonio y sus padres, Bill y Hillary, no han invitado a la familia del presidente. Quizá no tenían obligación, pero por aquí muchos señalan que Obama ya huele a cadaverina política y que los Clinton se están distanciando por si Hillary tiene nuevamente posibilidades de llegar a la Casa Blanca. La segunda es que los norteamericanos, nación práctica donde las haya, quizá la primera de la Tierra en esa conducta, distan mucho de estar medianamente convencidos de la capacidad de su presidente para sacarlos de la crisis económica que amaina, pero no desaparece ni por aproximación. Viendo así las cosas, no es de extrañar que alguno de mis amigos que, ocasionalmente, contempla la televisión española, haya calificado de «babosería» la manera en que una presentadora se refería a la señora Obama. Lo que ya le ha parecido el colmo ha sido cuando la locutora en cuestión ha mencionado que, según la señora Obama, su marido lleva siempre en el bolsillo una estampita de la Virgen a la que se dirige a menudo pidiendo ayuda. Me ha venido a la cabeza un conocido chiste hispano, pero he preferido callarme por miedo a parecer irreverente. «Mire», comienzo a decirle, «Zapatero está completamente aislado en el plano internacional. Sus amigos son personajes poco recomendables como Hugo Chávez, Fidel Castro, Evo Morales y, si me apura, los ayatollahs iraníes. En el seno de la Unión Europea han dicho de él atrocidades si es que no lo han humillado públicamente como hizo Berlusconi. Comprenda usted que una visita como la de la señora Obama levante pasiones. Es como cuando, salvando las distancias, Evita Perón visitó la España del general Franco. Quizá el personaje no tenga especial relevancia, pero el que tiene el poder en sus manos y está aislado lo agradece muchísimo. «Pero ¿nadie se para a pensar lo que cuesta un viaje así?», me pregunta indignado. «Sinceramente, no lo creo», le respondo, «si lo ha pagado la Casa Blanca es una nimiedad comparado con algunos de los dispendios vacacionales de Zapatero y si lo paga España... que eso fuera lo máximo en que utilizaran nuestro dinero...». «Se lo toma usted con mucha frialdad...», me replica con indignado retintín. «Más bien con sosiego», le contesto, «en España no existe, en la práctica, control del gasto público y el Tribunal de cuentas tiene una existencia que recuerda a la del buque del Holandés errante porque existe, pero nadie, en realidad, lo ha visto nunca. Comprenderá que aunque fuéramos nosotros los que hemos pagado la visita de la señora Obama sería un gasto menor comparado con otros». «Lo que empiezo a comprender», me dice súbitamente entristecido, «es cómo han llegado ustedes a la situación en que se encuentran». «No estoy tan seguro», le digo, «pero, si no tiene inconveniente, de eso hablaremos otro día».
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