Caso Bretón
Justicia y memoria
Han pasado veinte años. Pero hay gente que ha respirado profundamente al leer la unánime sentencia del Tribunal Supremo inhabilitando al juez Garzón. Han entendido perfectamente los términos de la misma, porque sufrieron en sus carnes sus excesos.
Y no puedo dejar de dar público homenaje a un teniente coronel de la Guardia Civil –Serafín Gómez Rodríguez– que hizo de la defensa del honor de un compañero, el comandante Pindado, su propia cruzada, al ser éste condenado y separado del Cuerpo por el ex juez estrella. Eran los tiempos de otra «estrella» mandando la Benemérita: Luis Roldán. Serafín hizo de su vida, de su tesis doctoral en Derecho, de su propia y sencilla hacienda, una denuncia pública de hasta dónde puede llegar la prepotencia y la soberbia de una persona a quien la sociedad da plenas atribuciones para servirla, no para que se sirva de ellas.
En esta misma Tribuna –lo que honra a LA RAZÓN– el sábado 28 de mayo de 2008, ya escribía Serafín lo que hoy bien podría constituir una «pieza suelta» de la sentencia del Supremo. Se refería al desmantelamiento en 1992 de la Unidad Central Antidroga de la Guardia Civil (UCIFA), que acabó con la condena y la expulsión del Cuerpo de un Coronel, un Comandante y varios guardias. La sentencia condenaba «técnicas irregulares en la lucha antidroga» al pagar con parte de la decomisada a los confidentes. No se tuvo en cuenta que, un año antes, fueron los propios mandos de la Unidad quienes, comprobando el enriquecimiento personal de dos guardias y de un confidente, denunciaron los hechos y tomaron las debidas medidas disciplinarias. En manos de Garzón la denuncia se volvió contra ellos, cuando concedió beneficios penales a los culpables a cambio de la denuncia contra sus mandos, con especial énfasis contra el Comandante Pindado.
Los cuerpos policiales y los propios servicios de Inteligencia de todo el mundo muchas veces deben rozar las fronteras de lo legal, porque luchan contra organizaciones cada día mas sofisticadas y complejas. Pero volviendo al caso Pindado, Garzón, en su libro «El hombre que veía amanecer», páginas 320 y 321, pone en boca del Comandante frases insultantes contra sus guardias, acusa a la Benemérita de haberle concedido una pensión del 200% de su paga –algo que es claramente mentira– y sentencia: «Con este tipo de democracia para qué coño queremos libertades, si Franco no ha muerto, joder; es que no nos damos cuenta de que en la Guardia Civil hay más dictaduras que en toda América Central y del Sur».
Tanto él como Roldán pretendieron la autoinculpación del Comandante para que cargase con toda la responsabilidad. Ante la firmeza del mando, utilizó para amedrentarle todas las técnicas posibles: incomunicación, privación de visitas de su abogado, amenazas de echar a su mujer y a sus tres hijos del pabellón oficial que ocupaban. El Comandante se negaba a firmar documentos que contenían líneas en blanco entre párrafos, porque no se fiaba –estamos en 1992– de lo que podría añadir el juez. Éste ordenó sacarlo por la puerta principal de la Audiencia Nacional, esposado, sometido al doble y duro juicio de la Prensa gráfica. Vean las hemerotecas. Luego, le mantuvo cuatro meses aislado en prisión.
No es mi intención echar al fuego más leña del árbol caído. Pero sí llamar la atención sobre cómo un personaje público describe los hechos en uno de sus libros de memorias. Porque en esta descripción se excede en todos sus pecados. Se justifica con visión nublada por la soberbia, se jacta de su poder sin límites. No es el único caso en estos tiempos. Bien pagadas por editoriales que ven en ellas un rentable negocio, ahora proliferan las «memorias vivas», las escritas en caliente. Los grandes personajes de la historia lo hicieron desde la sabia lección de la vejez, cuando el ser humano está mas cerca de pedir perdón que de reclamar cuentas, cuando la objetividad manda sobre la justificación. Pronto conocerán otras en las que la construcción de aeropuertos inútiles, las descaradas primas en cajas en bancarrota o los inconfesables negocios urbanísticos serán culpa de sus sucesores o, en último término, del «maestro armero».
Me acuerdo del final que tuvieron los asesinos de nuestro presidente del Gobierno, el Almirante Carrero Blanco. También escribieron sus memorias en la «operación Ogro» y se jactaron de ser sus asesinos ante las cámaras de la televisión francesa. Ya saben cómo acabaron. Porque si deleznables ya fueron los hechos, más aún lo fueron sus vanaglorias. De ahí el pecado de Garzón. De ahí la sentencia unánime del Supremo. Sé que hoy una familia – y los tres hijos deben ser ya unos hombres–, un amigo que hizo de su defensa cruzada y un Cuerpo que todos respetamos y queremos, creen más en la Justicia.
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