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La Razón
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Se acaba el verano. Dejo Mallorca y me retiro a mis cuarteles de invierno, con la percepción de que abandono el paraíso… Lástima que se trate de un paraíso vapuleado como todos. Aquí, donde las aguas no le tienen envidia al Caribe en lo que respecta a color y claridad, donde se puede comer maravillosamente, a la vista de todos, en el famosísimo Flannigan de Puerto Portals o en algún lugarcito recóndito como La Cabaña, en el Eurotel de Costa de los Pinos, también hay chapuzas más que visibles.
Me refiero, cómo no, a esas construcciones infames a pie de playa, de hoteles altísimos y rodeados de mil y un bar-restaurante de cuarta categoría, donde los letreros no se debaten entre el castellano y el mallorquín, sino que directamente se decantan por el alemán. Y también a esas normativas que se vuelven fuertes para acabar con ligeras construcciones privadas a pie de playa, que en absoluto estropean el paisaje y que puede atravesar cualquiera, pero que sin embargo son absolutamente débiles en lo que respecta a revisar los capítulos de limpieza de muchas playas de la isla, entre los que se incluyen las salidas al mar de los colectores de residuos o la recogida de basuras.
Por desgracia, en España somos especialistas en dejar lo primordial para mañana y atacar con dureza aquello que carece de importancia. Como muestra, el chiringuito de Cala Torta, en Artá, cuyas cuatro tablas de madera desde las que se ofrecen riquísimas gambas o pescado fresquito se han convertido en el objetivo de las autoridades, que pretenden derribarlo tras veintiocho años, para preservar el espacio natural…Prioridades, ya se sabe.