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Abrazo con lluvia

La Razón
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Fue en una oscura tarde de diciembre, hace ya algunos años. En pleno centro de Compostela un joven delincuente me salió al paso con las manos en los bolsillos bajo la lluvia. Habíamos tenido lo nuestro por culpa de lo que él hacía y de lo que yo contaba. Días antes me había seguido a los lavabos de una cafetería, cerró la puerta tras de sí y me puso una navaja al cuello. Me dijo: «Esperaré a que con el miedo se te suban los huevos a la garganta y entonces te los arrancaré con la punta de la navaja, los tiraré al suelo y los aplastaré como si fuesen dos putos caracoles». Me dejó sin aliento, luego retiró la navaja y se largó mientras yo intentaba recordar cómo meaba antes del miedo. Aquella tarde bajo la lluvia supuse que podría repetirse la amenaza y quise cambiar de acera. Entonces aquel tipo me alcanzó, me cortó el paso y me dijo: «Es Navidad y estoy solo. Eres un cabrón de mierda, pero, ¿sabes?, es Navidad y no tengo quien me abrace». Entonces sacó las manos de los bolsillos, abrió los brazos en cruz y esperó el abrazo que tuve el acierto de no negarle. Yo le pasé con mis manos el afecto que aún conservaba a pesar del susto de aquel café y él me hizo llegar a la gabardina el agua de su ropa empapada. No recuerdo que nos dijésemos nada. Tampoco sé si aquel tipo lloraba o era sólo lluvia aquel brillo en sus ojos maleados por la vida y pasmados por el cansancio. No volví a cruzarme con él desde entonces. Supe de sus fechorías y las conté en mi periódico pero ya nunca pude retratarle como lo hacía antes de aquel abrazo mojado. Cada vez que probaba a describirle me salía un tipo cordial, el muchacho solitario y navideño que mendigaba un abrazo bajo la lluvia. Era como si por culpa de sus actos criminales me remordiese a mí la conciencia y fuese incapaz de contar la realidad sin dejar que interfiriese en ella la piedad. Supuse que él agradecería aquella imagen más cordial, pero al mismo tiempo pensé que tal vez aquel perfil más sensible podría desacreditarle entre los otros delincuentes. Ni siquiera estaba seguro de que cualquier día no resistiese la tentación de intimidarme y me siguiese de nuevo a los lavabos de la cafetería, me señalase la garganta con la punta de su navaja y me dijese: «En aquella ocasión era Navidad y te pedí un abrazo. Bien, me diste el maldito abrazo y ahí tendría que acabarse todo. Pero ahora hablas bien de mí y me estás hundiendo. Mis colegas creen que soy tu confidente. ¿Sabes?, yo aquel día quería tu abrazo, joder, no tu reputación»…