Crítica de libros

Criminal con peces

La Razón
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Ahora que los americanos se cargaron a tiros al infame Osama Ben Laden reverdece la polémica sobre la temperatura a la que ha de ser administrada la Justicia. Se enfrentan quienes proclaman la necesidad del enfriamiento de los hechos antes de juzgarlos y aquellos otros que piensan que la Ley ha de actuar en caliente, incluso con los jueces recién levantados de la cama y con la toga por encima del pijama. A mí no me cabe duda de que muy a menudo lo que sale ganando con el dichoso enfriamiento de las garantías procesales no es la Ley, sino quien la conculca. Por eso me inclino por la justicia rápida y concluyente, administrada con garantías pero sin prejuicios ni demoras, sin miramientos, a sabiendas de que el enfriamiento de los hechos para lo que es bueno no es para juzgar a los asesinos, sino para aplacar las erecciones y para escribir la Historia. Estoy de acuerdo en que los norteamericanos de hoy son los descendientes aún frenéticos y turbulentos de aquellos tipos rudos e intrépidos que estudiaban leyes con la Biblia en una mano y la soga para la horca en la otra mano. También sé que no es bueno para la ecuanimidad de la Ley que se administre la Justicia con el criterio incandescente y efusivo con el que se dirimen las preocupaciones sociales en la taberna. Pero conviene no perder de vista que en el caso de Ben Laden se trata del cadáver de alguien que estaba en guerra y por lo tanto se arriesgaba a ser víctima de las normas sumariales por las que se rigen las batallas. Personalmente su muerte me deja impasible, como si los muchachos del «SEAL» se hubiesen llevado por delante a un tipo deleznable que yo creo que incluso le será indigesto a la muerte. Yo sé que suena duro, o cruel, pero así suele serlo la franqueza, de modo que no me importa decir que el de Osama Ben Laden es uno de esos casos en los que ni siquiera me produce incomodidad moral que la Ley se parezca tanto a la venganza. Es posible que ahora los fundamentalistas le conviertan en un mártir camino de adorarle como a un dios. No importa. A mí lo que me preocupa de que hayan arrojado su cadáver al mar es que se les joda el estómago a los peces. El caso, creo yo, es que a veces se hace justicia gracias a que con las prisas alguien es capaz de evitar que en la razón se entrometa a destiempo la maldita sensatez.