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Amada Rusia
Mi primer viaje a Moscú fue en tiempos soviéticos. Invierno era y toda la ciudad olía a repollo. Un plan quinquenal de los «koljoses» y «komsomoles». Que se consuma repollo. Moscú es una ciudad circular con un centro sorprendente y poco más. Conocí a Lenin, que estuvo muy discreto, visité las tumbas de Stalin y Gagarin, el primer cosmonauta de la historia, compré «matrioshkas» en la calle Arbat, asistí a una representación en el «Bolshoi», recorrí la fastuosa Plaza Roja con su flamante Kremlin, y me sentí libre cuando el avión de la KLM con destino Amsterdam separó sus ruedas de la pista del aeropuerto de Sheremetievo. Llegué a Madrid oliendo a repollo. Y con la imagen siniestra de la sede de la KGB, en plena guerra fría.
Años más tarde, con Yeltsyn en el poder, volví a Moscú. Repetí mi visita a Lenin, que no me reconoció, intenté comprar algo en los almacenes «Gum», recorrí de nuevo la calle Arbat, y visité en compañía de ilustres colegas a Gorbachov y Shevarnadze, entre otros. Compré el gorro a un soldado que hacía guardia en el panteón de Lenin, y Antonio Burgos me regaló una revelación genial cuando, junto a Pepe Oneto, garbeábamos por la Plaza Roja. –Eso no se parece nada de nada a Sevilla–. Pero en aquel viaje conocí a un Gorbachov respetado que nos dijo que el comunismo había llegado a su fin, y además muy malamente. Moscú no olía a repollo.
Y en San Petersburgo, ya en aparente plena libertad, disfruté de sus maravillas y del Palacio de Verano, en «Tsarskoié Seló», rebautizado en la URSS por «Pushkyn», en homenaje al formidable poeta ruso. En ese tercer viaje advertí un extraño fenómeno. Centenares de lujosos coches «cuatro por cuatro» alemanes, suecos y americanos, con todos los cristales tintados en negro, eran los dueños de las calles de San Petersburgo. «Todos los que van en esos coches eran de la KGB soviética», me comentó la intérprete. «Siempre han estado en el poder. Cuando el comunismo se derrumbó, abrazaron el capitalismo, y lo han convertido en la mafia más potente del mundo». Del olor a repollo, ya ni rastro.
Putin era de la KGB, y no precisamente el encargado de servir los cafés a los grandes jefes. Él era uno de ellos. La URSS se desgajó, pero la maravillosa Madre Rusia, inmensa y riquísima, permanece unida e intacta. Y la KGB, ahora ultracapitalista, ha dispuesto que Rusia sea una nación libre con una democracia vigilada. Vigilada por Putin, que no tiene reparos en adueñarse de millones de votos para seguir jugando con Medvedev a «Rusia es mía, Rusia es tuya». Los descontentos afirman que Putin se ha apropiado de más de veinte millones de votos, que es apropiación tan indebida como esponjosa. Y por primera vez desde que se abrió el ventanuco de la inicial y nebulosa libertad, los rusos se han reunido en la calle para reclamar sus derechos democráticos. No se trata de una reacción revolucionaria, sino de un arrebato de libertad. «Putin ha robado mi voto», es el mensaje unánime. El voto es el tesoro más sagrado de los sistemas democráticos. En la película americana «El Presidente y miss Wade», que he visto con asiduidad porque me parece muy atractiva Anette Benning, la amante del Presidente de los Estados Unidos, por el incumplimeinto de una promesa, le dice algo fundamental para entender el valor del voto: «No es que me hayas perdido a mí. Es mucho peor. Has perdido mi voto».
Los rusos, sobrados de repollos, no han tenido derecho a voto jamás. Y no lo quieren perder. Los analistas cercanos al comunismo pasan por alto la realidad. Rusia, por vez primera en su Historia, reclama el voto limpio hurtado por la nueva KGB.
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