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Transparente por Jorge Vilches

La Razón
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Un régimen democrático es, entre otras cosas, un conjunto de convenciones que concita el consenso o aceptación general de forma demostrable. Por eso, la Monarquía es compatible con la democracia siempre que sea una institución que obtenga un respaldo popular mayoritario. La clave es que cumpla su papel institucional sin mácula alguna, porque a diferencia de otros órganos no se funda en el mérito o el voto, sino en la herencia. En un sistema como el nuestro, con errores pero maduro y equiparable a los europeos, el problema no está en que el rey quiera sobrepasar sus facultades constitucionales, sino en que no refleje los principios y sentimientos de la sociedad.

La perspectiva va más allá de que cumpla su papel para sobrevivir a la modernidad democrática: se trata de que sea un elemento de estabilidad y continuidad útil ante la lógica y necesaria mudanza en las instituciones representativas. Este debate se fraguó en Europa a comienzos del XIX, en medio de revoluciones, destronamientos y repúblicas, pero su contenido sigue vigente. El británico Walter Bagehot lo ilustró de forma muy sencilla en su libro «The English Constitution» (1867). Para aquel analista político, el equilibrio del sistema dependía de que la Corona estuviera por encima de todos los demás poderes e intereses, pero sin imponerse a ellos, sino garantizando su convivencia. Esta función la desarrollaría con eficacia si el Rey, el Jefe del Estado, no era el representante de una idea política –como en una República–, sino de una mentalidad general. Es decir; el Rey y la Familia Real debían ser el espejo de los valores sociales y políticos positivos sobre los que se asentaba una sociedad próspera y libre, y compartir sus dificultades.

La eficacia del principio monárquico en un régimen representativo estaba, y está, en que las vidas privadas de los miembros de la Familia Real sean públicas e intachables. De ahí la importancia de que se muestren como personas sencillas, de que sus matrimonios sean tan convenientes como románticos, de que sus apariciones en la vida social sean verdaderamente edificantes, y de que un acto corrupto se castigue de forma ejemplar.
Cualquier otro comportamiento sería trágico para la continuidad de la Monarquía y de la democracia tal y como la conocemos; especialmente en España, donde no se distingue entre la persona y la institución, y los efectos sociales de la crisis económica pueden enconar aún más los ánimos.

 

Jorge Vilches
Profesor de Historia en la Universidad Complutense