Historia

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Lana Worcester (IV) por José Luis Alvite

La Razón
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Esperé en vano a que Lana Worcester acudiese a la cita que ella misma había pedido para encontrarnos la siguiente noche en la barra del bar inglés del Gran Hotel. En recepción me dijeron que había cancelado su estancia aquella misma tarde y había subido a un taxi con media tonelada de equipaje. Lana se justificó con una nota que me entregó el recepcionista. La leí sentado en una mesa cerca del pianista del bar inglés. Estaba escrita en una letra muy menuda, como si en su indecisión Lana Worcester quisiese sincerarse sin que yo me enterase de que lo hacía. Como correspondía a su posición social, se expresaba con una especie de distante franqueza, como hacen los ingleses cuando para no parecer demasiado personales escriben como si le dictasen sus ideas a una mano ajena. Los de «su clase» siempre me parecieron serenos, razonables y al mismo tiempo infelices. Ella misma lo reconocía en aquella carta: «… el caso es que estaba segura de sentir lo mismo en lo que tú estabas pensando y sin embargo fui incapaz de hablar sobre ello porque me educaron de manera que nunca me atreviese a pronunciar aquello que en el fondo desease decir, de modo que me confieso por carta y no me importa reconocer que en el ambiente en el que me desenvuelvo en Escocia se considera fuera de lugar que una mujer se lleve irreflexivamente a la boca algo por lo que tenga que ruborizarse si por el aliento se entera luego su dentista». En otro párrafo insistía sobre el asunto con un comentario en el que no le importaba retratarse sin piedad: «Envidio a las mujeres que no se andan con rodeos. Ceden con naturalidad a sus impulsos y se regeneran luego en el baño sin preocuparse de que alguien haya castrado el agua de la ducha».