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Atribulados posvacacionales

La Razón
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Ya han llegado. Se les ve cruzar absortos la calle a merced de atropellos, tomando el café con la mirada perdida, mojando el bollo en la taza del vecino, con expresión de zombies bronceados en el vagón del metro, o dando bocinazos, perdidos en el tráfico. Si están detrás de una ventanilla es difícil que te atiendan, o te hacen esperar con un sentido del tiempo cambiado. Caminan entre las multitudes de las avenidas pensando todavía dónde van a colocar la sombrilla, y se acercan a las tiendas con una extraña angustia, ante la pesadumbre de cómo volver a llenar la nevera. Son los atribulados posvacacionales, que aparecen como una horda extraviada en el inclemente regreso a la rutina.

¿Quién diagnosticaría por primera vez el dichoso síndrome, que hace que el personal se coja bajas y se hunda en la depresión mientras se le pela el moreno con la música del despertador? Ante tanto afectado, yo reivindico otro síndrome, que es el que sufrimos los que no cogemos vacaciones y disfrutamos tan panchos del despejado verano en la ciudad, hasta que sufrimos la invasión de muertos vivientes, que todavía se ponen por reflejo las chanclas por la mañana, tienen el móvil lleno de postales de recuerdo y confunden el quiosco con el chiringuito de la playa.

Carne de cañón, poniendo la otra mejilla a las bofetadas de la realidad, haciendo cola en el banco con cuentas al descubierto para ver cómo se puede ampliar un préstamo para pagar los libros y uniformes de los niños, con un trastorno de espanto ante la tiranía del orden y el trabajo, o las fauces amenazadoras del paro. Es la masa deprimida que viene a ocupar el septiembre sombrío que se avecina, habitantes insomnes de la ruina y muchedumbre de huelga general. Al final, acaban asustando, con tan mala cara para ese futuro lactante que nos quiere presentar el gobierno. Deberían haberse amarrado con calamares a la colchoneta anclándose en rebeldía con canciones de Georgie Dann en un veraneo contumaz hasta la muerte.