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De seda y morir

La Razón
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Mi hija tiene gusanos de seda. Yo también los tenía de pequeña, pero no me daba cuenta del milagro de su transformación. Ahora disfruto observándolos hacer capullos. Es inquietante ver cómo se preparan para envolverse, encerrarse en sí mismos, dejar de ser algo para convertirse en otra cosa. Han crecido, parece que se han amado, han dejado de arrastrarse a ninguna parte. Se les ve satisfechos, cansados, la morera ya no les importa. Dejan de comer. Los veo despedirse de sus congéneres, buscar un lugar apartado, volverse contorsionistas y retorcerse mirando hacia el cielo. El primero de la caja de gusanos de mi niña, el más valiente, buscó una esquina, mientras los otros intentaban detenerlo. Tiraban de él, se agarraban a su seda amarilla y abrazaban su cuerpo almidonado. Pero cuando empieza el proceso no tiene marcha atrás. Tejen y tejen su transformación con una maravillosa armonía. Y yo me acuerdo de la muerte. De la nuestra. Ay, si nosotros pudiéramos hacerlo así: Buscar el mejor lugar, tejernos el cobijo, volvernos contorsionistas que miran hacia el cielo. Dejar de luchar y entregarnos a lo desconocido entre la seda de nuestro propio cuerpo. Confiar en que hay algo, en que nuestros compañeros de viaje vendrán detrás, unos tras otros sin importar el cuándo. Meternos en el túnel que se convierte en blanco, o en amarillo o negro... Creer que es imposible nada malo. Y apoyar en un útero la cabeza. Sin miedo. ¿Por qué no hablamos nunca de la muerte? ¿Por qué no aprendemos de la naturaleza? Esa que se ve, que no es un invento de los hombres. Yo le digo a mi hija que quizá, aunque no lo sepamos, a nosotros también nos salen alas.