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Pekín

Habitantes del país subterráneo

Los refugios atómicos que construyó China a finales de los años 60 bajo sus edificios se han convertido en el domicilio habitual de muchos ciudadanos. No pueden pagar los altos precios inmobiliarios de la superficie

Los ´Hikikomori` son un grave problema en la sociedad japonesa
Los ´Hikikomori` son un grave problema en la sociedad japonesalarazon

Las indicaciones para encontrar la casa de Gao Xiqing no son sencillas. Primero hay que dar con el edificio, situado al fondo de una pestilente callejuela apretada entre bloques de ladrillo, en el céntrico distrito pekinés de Dongcheng. Una vez en el patio, y dándole la vuelta al portal, es necesario distinguir la caseta de cemento que cubre las escaleras. Por ellas se desciende hasta que la humedad empieza a brotar de las paredes. Dejando a la derecha la cocina comunitaria, aparece el umbral del hormiguero, junto al que descansa un robusto portón de acero con una palanca giratoria oxidada. Cuelgan dos carteles. El primero indica que quedan habitaciones libres por alquilar: al parecer, bien apretadas, aquí pueden convivir 65 personas. El segundo letrero, marcado con el sello del Ejército del Pueblo, explica qué hacer en caso de bombardeo aéreo o ataque nuclear.

Varios millones de chinos viven en lugares como éste: pasillos subterráneos, refugios aéreos o nucleares, excavados en las entrañas de las grandes ciudades. Fueron construidos para proteger a la población civil en caso de guerra, pero han acabado transformándose en auténticos barrios enterrados, donde habitan quienes no se pueden permitir el lujo de vivir en la superficie. A sus moradores se les conoce como «ratas» y su silencioso trajín tiende a pasar desapercibido para quienes hacen sus vidas por encima. Las «ratas» no están ahí por gusto.

En lugares como Pekín, Cantón o Shangái, los precios de la vivienda se han hecho inalcanzables para los emigrantes llegados del campo, así como para la mayoría de los jóvenes que acaban de conseguir su primer empleo, incluso si tienen un título universitario. De modo que, como tantas otras cosas en la China de hoy, el «país subterráneo» ideado por Mao Zedong para proteger su revolución ha acabado sucumbiendo a la lógica del mercado.

En poco más de dos décadas, el negocio del ladrillo ha pasado de inexistente a omnipresente, una burbuja que muchos expertos ven a punto del estallido. Y en estas circunstancias, cualquier hueco sirve, aunque sea bajo tierra. La persona que venimos a visitar, el albañil Gao Xiqing, llegó hace poco más de un año de la provincia de Henan y comparte una habitación de unos ocho metros cuadrados con tres compañeros. «Me paso el día trabajando y vengo a dormir. ¿Para qué quiero más espacio? Además, si hay una guerra yo no tengo que preocuparme», bromea. Sus compañeros de habitación ríen la ocurrencia, mientras devoran una cena a base de arroz y col; y se preparan para echarse a dormir sobre literas montadas con unos tablones y unas viejas mantas. Por la estrechez de los pasillos van pidiendo paso obreros, peluqueras, camareros, e incluso alguna familia con niños.

«Es muy barato»
«Tengo muchos clientes y están contentos. Esto es muy barato», resume con prisas el arrendatario del búnker, mientras fuma, tumbado sobre un camastro dentro de su diminuta oficina. La principal ventaja de vivir bajo tierra es, por supuesto, el precio: entre los cuatro albañiles pagan algo más de 500 yuanes (55 euros). «En la obra gano 800 yuanes (90 euros) al mes, y me dan tres comidas al día. Lo que me interesa ahora es ahorrar para mi familia, no vivir en mansiones», explica, impaciente por meterse en la cama, un compañero de Gao que no permite que tomemos fotografías. «Esta no es una buena imagen para China. ¿Qué van a pensar en tu país si ven esto? Hay mucho sitios más bonitos para fotografiar», insiste. No le falta razón.

La estética y la habitabilidad fueron las últimas preocupaciones de quienes idearon los refugios atómicos. De la noche a la mañana, el Partido Comunista ordenó excavar en el verano de 1969 miles de nuevos túneles por todo el país, temiendo un inminente ataque nuclear de la Unión Soviética. En algunas ciudades se trabajó incluso con las manos desnudas y en turnos inhumanos, abriendo galerías insalubres y pobremente apuntaladas, muchas de las cuales ya se han venido abajo. Una década después, el miedo se convirtió en rutina burocrática y Pekín ordenó que cada edificio de la capital dispondría de su propio subsuelo a prueba de bombas. Hoy, debajo de la capital china hay suficiente espacio para alojar a toda la población de Dinamarca.

Algunos de estos «búnkeres» forman parte de los catálogos de las agencias inmobiliarias. Y lo cierto es que muchas «ratoneras» están perfectamente amuebladas, disponen de cámaras de vigilancia, conexión a internet «wifi», e incluso lavadoras y un tendedero comunitario. En una de las más modernas, habitada mayoritariamente por jóvenes licenciados, vive Wu Yunbo, un diseñador publicitario de 24 años que lo intentó todo para evitar acabar bajo tierra.

«Estuve en un piso en las afueras. Éramos decenas de personas en cada habitación, sin ventanas. En verano, el calor se hacía insoportable. Aquí estoy mejor y vivo solo, incluso se puede quedar mi novia a dormir. Es húmedo, pero estoy ahorrando para comprar un deshumidificador. Pago 450 yuanes (50 euros) al mes, que es cuatro veces menos de lo que cuesta una habitación en la superficie», explica.

«Éste es uno de los mejores vecindarios subterráneos. ¡Nunca hay malos olores!», insiste la señora Ling, propietaria de las habitaciones, en las que dice haber invertido casi 12.000 euros. Sólo en Pekín, las «ratas» son más de un millón. Y, últimamente, su principal reivindicación es que les permitan quedarse donde están, ya que algunos han empezado a ser desalojados por la Policía. La Prensa oficial ha tanteado la sensibilidad de inquilinos y propietarios, revelando presuntos planes para acabar con la vida bajo tierra en cuestión de años. «Se prevé que se intensifique la campaña próximamente, amparándose en que no son hogares legales, ni salubres.

«En realidad, lo que pretenden es no vengan más inmigrantes del campo y que se marchen los últimos en llegar porque la capital está demasiado congestionada y empieza a ser insufrible», explica un investigador social chino que prefiere mantener el anonimato. «Los pekineses se quejan de los atascos, de que en el metro no cabe un alfiler, de que hay demasiada gente en todos sitios y de que los inmigrantes del campo aceptan cualquier salario con tal de ganar algo de dinero. Por eso el Gobierno quiere descongestionar la ciudad», agrega la fuente. El tema, de hecho, se ha convertido en una de las muchas «cuestiones sensibles» en China y este corresponsal fue expulsado a empujones por los propietarios de varios «barrios subterráneos», sobre todo aquellos cuyos alquileres explota el Ejército.

Seguridad e higiene
Por ahora, los únicos que se han movilizado tímidamente para proteger las «ratoneras» son sus propietarios. ¿Cómo se convierte alguien en propietario de un búnker nuclear? Algunos pagaron a los constructores de los edificios, otros simplemente los ocuparon y, sin disponer de registro de propiedad, empezaron a alquilarnos a campesinos. Hasta que a principios de los noventa, cediendo ante las necesidades de las grandes ciudades, el Partido Comunista Chino decidió ofrecer licencias, a condición de que se cumpliesen unas mínimas medidas de seguridad e higiene.

El mundo subterráneo floreció, pero no ha resultado nunca ajeno al control policial, ya que es un imán para actividades ilegales, como la prostitución o las apuestas. «Aquí vino una vez la Policía a preguntar pero yo no tengo nada que esconder. No puedo pagar una casa normal, así que no creo que me obliguen a irme. ¿Quién iba a construir los rascacielos de Pekín si a nosotros no nos dejan vivir aquí bajo tierra?», razona el albañil Gao, antes de darnos apresuradamente las buenas noches y meterse por fin a descansar sobre su tablón de madera.


Casas, escuelas y cine
Además de los refugios aéreos y atómicos excavados por todo el país, Mao ordenó crear en el centro de Pekín una «ciudad subterránea» de 85 kilómetros cuadrados en la que hay casas, hospitales, escuelas, talleres, fábricas, agua corriente e incluso un cine. Empleó a unas 400.000 personas para ello y distribuyó 90 entradas secretas camufladas en negocios y edificios públicos.

A principios de los setenta, almacenaba suficiente comida y medicamentos como para que el 40 por ciento de la población sobreviviese cuatro meses: tiempo que, se calculaba, podrían durar los efectos de un ataque nuclear. Algunas partes han sido aprovechadas por las líneas de metro, otras se han derrumbado o reconvertido, pero el resto sigue ahí. De hecho, de 2000 a 2008 se mantuvo habilitado un tramo como atracción turística, que fue cerrado antes de los Juegos. Abandonada a su suerte, la «ciudad subterránea» alberga aún una fábrica de seda, mendigos y familias que no tienen dónde vivir.