Sevilla

Cascabeles

La Razón
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Después de una temporada en el lecho del dolor hago un resumen de ausencias y presencias en el que sólo veo una pasada boda real donde el personal se dedicó a vestirse de jarras inglesas, o lo que es lo mismo, una estupenda exaltación del kitsch cotidiano que se traslada al folclore hispánico con la llegada de las elecciones locales, los trajes típicos y las ferias.

Se busca gente guapa. Se van las aguas de abril en Sevilla, donde no sólo un toro de Cuvillo ha conseguido irse a casa indultado, sino que se ha encendido la pólvora para ver lo que puede ocurrir en San Isidro, donde las mocitas madrileñas calientan modelos, abanicos y motores para seguir a los matadores ya no sólo por sus capacidades y arte para la tauromaquia, sino para elevar a los altares sus sagradas apariencias de sex-symbols. Si Manzanares, el héroe de la Maestranza, es aguardado como lluvia refrescante y viril para poner el patio en ebullición, ahí se presentan una serie de carteles de lo más apañados para que este año el personal atraviese la raya del tedio por el simple regalo de la rivalidad o el tamaño de la taleguilla.

Son tiempos de «beautiful people» renovada mientras se abandona la crisis, y brillan los toreros guapos y los toros relamidos. A los toreros feos y los bichos de pitones desaviados se les relega a días sin huella y a la fortuna diversa. Pero abundan corridas estrella con los deseados de la afición, El Juli, Castella, Perera, Morante, y el bueno del Cid, y El Fandi, Talavante y ese resto donde flota la ausencia tremenda y melancólica de la carne herida de José Tomás. Que unos verán subiendo a los cascabeles y otros veremos bajando a los algodones, como si todavía quedase la sangre de animales y hombres pendiente cada tarde de su destino, de la gloria y esa emoción febril que nos estimula momentos magníficos, o los miles de sonido de la plaza que se confunden con alguna aspiración sublime. Sin que nunca sepamos cuál es el sentido último de la feria.