«Twelve»: Más vacío

Como buen americano que se arrepiente de sus pecados, Joel Schumacher ha gastado muchas energías explicando en público su pasado siniestro –en el mundo de las drogas– y su posterior redención en los platós. Tal vez por ello sus incursiones en los abismos del alma –en parte en «Un día de furia», pero sobre todo en «Asesinato en 8 mm» y este «Twelve»– son cuentos morales que nos alertan de los peligros de bailar en la oscuridad, fábulas más viejas que el hambre. Sorprende que, a estas alturas, Schumacher se descuelgue con una película que fue superada cuando Bret Easton Ellis y su «Menos que cero» fueron completamente desvirtuados en su trasvase a Hollywood.

Con una omnipresente voz en «off» (la de Kiefer Sutherland en la versión original) que inyecta solemnidad a los juicios de un demiurgo que observa con con- descendencia la superficialidad y la desesperación de los jóvenes ricos de Manhattan, y unas imágenes que no hacen sino redundar en lo que la palabra del narrador repite a cada cambio de plano, «Twelve» se erige en ambicioso monumento sobre el vacío, incapaz de sobrevivir a la mezcla de psicología barata, sociología de tocador y denuncia de pacotilla que hace latir a duras penas su corazón de buena samaritana.