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El ideal republicano

La Razón
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Un personaje de Galdós decía que no le asustaba la República, le asustaba el republicanismo. La república, efectivamente, es un régimen específico, mientras que el republicanismo, en nuestro país, es un vago e impreciso anhelo de cambio en el que confluyen actitudes dispares, imposibles de articular en la realidad. En los muchos países en los que ha triunfado, la república se convirtió pronto en un régimen conservador y, a pesar de la retórica grandilocuente que lo suele acompañar, un régimen desideologizado. En cambio el republicanismo no abandona nunca su carácter asilvestrado y, como escribía Azaña, «rrrrrrrrevolucionario», con muchas «erres». (Aún peor resulta cuando nuestros republicanos nos salen de derechas, que es cuando se ponen regeneracionistas).
A lo largo de nuestra historia, hemos tenido algunos republicanos serios, como Castelar y Lerroux. Andan casi olvidados. Abundan más los otros, los que se sirven de la idea republicana para intentar destruir «todo lo presente», como decía el eslogan con el que se exilió a Isabel II sin tener la más remota idea de qué era lo que se iba a poner en su lugar. Sin duda alguna, el republicanismo era y es mucho más divertido que todo lo demás.
Estos días hemos vuelto a padecer algún que otro brote de ese republicanismo, una tentación siempre presente en la vida pública española. Los han desatado las informaciones sobre el proceso judicial que afecta a Iñaki Urdangarín. Hablar de la indefensión del afectado es inútil: eso no entra en los usos informativos actuales, aunque haya medios más prudentes que otros, lo cual se agradece. Aun así, sería de desear que no se pasara tan rápido de la censura personal a la crítica de la institución, que es algo distinto y superior a ella. Siempre que ha respetado el orden constitucional, la Monarquía española ha sido garantía de progreso y de libertad. Tal vez por eso, por su protagonismo en la democratización de la vida pública en nuestro país, la Corona está más cerca del debate público.
Eso mismo debería llevar a extremar el cuidado. La posibilidad –por ahora, sólo posibilidad– que se baraja con Urdangarín no afecta de por sí ni a la Corona ni al resto de la Familia Real. Sería bastante artificial, en este sentido, que se retirara a las Infantas su papel representativo. Lo tienen naturalmente, como corresponde a la lealtad monárquica de los españoles. Se lo han ganado con su trabajo en estos años, y conviene que lo sigan ejerciendo por el bien de todos, en particular de una sociedad más dinámica. Más artificial aún resultaría que las Infantas dejaran de ser Familia Real. ¿Qué es lo que serían, en tal caso? Finalmente, tampoco conviene dramatizar demasiado la situación. La persistencia del republicanismo indica que sigue presente entre nosotros una cierta disposición moral: nunca nos gustó aburrirnos. En este sentido –conviene insistir– nada hay más aburrido, más mortalmente aburrido, que una república.