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OPINIÓN: La cultura real
No hay nada más inmovilista que la cultura. Pese a que tantas y tantas mitologías la sigan contemplando como el gran espacio de libertad del individuo, aquél en el que las sociedades son capaces de promover alternativas revolucionarias a sus previsibles modelos de evolución y de convivencia, lo cierto es que el profundo arraigo de todo su sistema institucional conlleva que, en no pocas ocasiones, cualquier mínimo desvío sea contemplado en términos casi apocalípticos.
La cultura no debería tener un perímetro preciso, márgenes excesivamente rígidos que limitasen su campo de acción y desarrollo. Y, sin embargo, son numerosas las situaciones en las que se siente desbordada por desafíos que considera como una intolerable transgresión de sus principios más esenciales. Esto ha llevado a que la brecha abierta entre la cultura oficial y la real sea cada vez más considerable.
Abrumadora realidad
Evidentemente, durante los últimos años, la cultura real se ha singularizado por el especial empleo que ha hecho de internet como un ámbito en el que generar un modelo de consumo nuevo. Y ¿cuál ha sido la reacción de la cultura oficial ante esta abrumadora realidad? ¿Aprovecharse de ella para incardinarse en las nuevas redes de consumo y ampliar de paso sus perspectivas de negocio? No. Su respuesta ha consistido en algo menos inteligente: entablar una relación agonística con estos comportamientos e intentar estrangularlos mediante un aparato legislativo contraproducente. Lo que la cultura oficial no ha comprendido es que este nuevo paradigma de comportamiento no constituye un coyuntural desvío de la norma, sino que lo que él representa es la auténtica revolución cultural del siglo XXI. Si, en periodos anteriores, la cultura evolucionó por la renovación de los códigos de expresión, hoy es el ámbito del consumo el que determina lo que es vanguardia o no. Lo que ha quedado en evidencia por su posición de retaguardia es el inmovilismo de la cultura oficial.
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