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Arde el Corán

La Razón
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Me gusta visitar templos. Los espacios sagrados poseen, más allá del arte y la historia que albergan, algo que me sobrecoge. Son lugares para la oración, para la adoración. Ámbitos cuya magia emociona incluso al ateo. Pequeñas iglesias. Catedrales esplendorosas (piedra gótica, en forma de filigrana, que se derrama hacia el cielo). Mezquitas. He frecuentado muchas. Maravillosas en la India, en Estambul… En Marruecos, cerradas a cal y canto, al menos para las mujeres cristianas como yo. Me enseñaron, desde la escuela hasta la universidad, a respetar y admirar al Islam. Una fascinación idealista, exotista, hippie, empapó los sueños sesentayochistas de los jóvenes españoles de los sesenta y setenta y luego se inoculó a las generaciones posteriores como una medicina, una obligatoria profilaxis. Los siglos de ocupación musulmana formaron un ensueño romántico que penetró en la mentalidad de las gentes.
Tras la muerte de Franco, la culpa golpeó a la sociedad española con su garrote vil de remordimientos heredados, de pecados cometidos por el régimen. Uno de esos pecados, por cierto, «no» fue la islamofobia: Franco hasta tuvo una guardia mora que sacó del entonces protectorado de Marruecos y metió de turbante en las trincheras del bando nacional. «Que vivan los moros» les gritaban por las calles a aquellos aguerridos soldados de Regulares que rezaban a Alá y pegaban tiros en nombre de Francisco Franco, que era un feroz antisemita. Hoy, según sugieren las encuestas, una buena parte de los españoles rechaza a los musulmanes. «Los moros que trajo Franco, en Madrid quieren entrar…», rezaba una copla de la época más oscura y salvaje de nuestra historia. Ahora, se les cierran puertas. Algunos españoles recelan de ellos. Creen que el Islam es algo más que una religión, que es una manera de vivir que regula la existencia de las personas, desde la política, el derecho y la economía hasta su más oculta intimidad; que cuando las comunidades musulmanas de Europa tienen pocos miembros desprenden un aura de paz irreprochable, pero que cuando van creciendo en número de fieles también incrementan su beligerancia en forma de exigencias, presiones y amenazas para que sea el país de acogida el que se acomode a sus necesidades, en vez de adaptarse ellos al lugar que los ha recibido. Los clérigos integristas que practican el matonismo religioso/político y atemorizan al mundo, el terrorismo islamista que ha transformado la historia del siglo XXI, un código de justicia medieval que se ceba con las mujeres y los homosexuales, y la total ausencia de «aggiornamento», de voluntad de evolución, que muestra el Islam, hacen difícil que despierte grandes simpatías. El Al Andalus que nos contaron en la escuela ha sido expropiado por Al Qaida y los musulmanes fanáticos coaccionan al planeta entero si un pastor evangélico de dudoso juicio anuncia que va a quemar El Corán, mientras permiten que sus hijos «festejen» el 11-S y lleven camisetas de Ben Laden porque nadie les rechista. (Por mi parte, hace años que no piso una mezquita. Además, ya no creo en cuentos hippies, gracias a Alá).