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OPINIÓN: Serna

La Razón
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El agua, los humedales, han sido desde la antigüedad símbolo de vida, como en aquellas ceremonias rituales, preteatrales, de la vieja Grecia en las que los danzantes eran el actor y el representado al mismo tiempo. Aquellas (en cierto modo como lo es el flamenco todavía hoy) eran ceremonias de verdad, los danzantes no estaban allí como re-presentación del personaje evocado, sino que eran el mismo personaje, no había afeites ni maquillajes ni ropajes para conseguir el parecido con lo representado, como sí ocurriría más tarde con el teatro, con la tragedia ateniense.
Para Pedro Serna, que muestra estos días en el Casino de Murcia, las obras de «Los caminos del agua», el agua, más allá de su realidad misma (hoy empobrecida, casi desaparecida en nuestras huertas) es el símbolo fluido de lo permanente vivo, de la vida en su conjunto, sin importar el tema, aunque este, el tema, se repita con sabia insistencia: acequias, arrozales de Calasparra, el río Segura que en algunos tramos todavía fluye con alguna fuerza….
Y su manera de pintar supone una ceremonia «de verdad». Como dice en el catálogo Belmonte Serrano, Pedro no va, sino que está ahí, en el lugar mismo de la creación. Sus cuadros, sus acuarelas, son de una belleza aplastante, pero no son –algunos confunden esto con gran torpeza- un mero trazo estetizante, sino un acto verdadero, como las viejas ceremonias de las danzas rituales, como cierto baile flamenco que el propio Serna ha plasmado tantas veces. Su pintura no es copia, no es mimesis, sino la huella permanente de la vida. Justo ahí donde querríamos vivir eternamente, como Gaya quería vivir en esa verdad simbolizada por el velazqueño «Niño de Vallecas».