Andalucía

Impuestos y modernidad

La Razón
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Un país civilizado y democrático se caracteriza porque ya durante el período electoral los dirigentes políticos definen la carga impositiva que corresponde. De hecho, entre otras cosas, se distingue por ofrecer una buena administración de los recursos que recibe en forma directa o indirecta. Nadie regala servicios. Pagamos escuelas, hospitales, universidades, cárceles, defensa interior y exterior, incentivos sociales, parados, carreteras y hasta a quienes nos controlan y castigan. Todo ello forma parte de la modernidad. En el hormiguero que viene a configurar nuestra sociedad somos las obreras que trazan caminitos y andan con su contribución a cuestas hasta la entrada. Desde el interior, contando con las reservas invernales, se redistribuye de una forma que tan sólo se pretende casi justa. Pero la pesada carga que suponen, para la mayoría, los impuestos, hay quienes se la ahorran. Abunda en exceso la insolidaria economía sumergida. Otros privilegiados disponen de mecanismos legales que les permiten sustraer dinero al fisco y hasta depositarlo en paraísos fiscales que habrían de haber desaparecido, al advertir el estallido de la gran crisis que estamos aún atravesando, y que algunos dirigentes parecen haber olvidado. Hay muy mala memoria en los círculos mundiales del poder. Angela Merkel, que utilizó como eje de su campaña electoral la reducción de impuestos, se ha visto obligada a mantenerlos y hasta a incrementarlos. En Alemania se paga un 39,3% de impuestos y su tipo máximo, según la escala de ingresos, alcanza el 47,5%. José Blanco, cuando alarma al personal, aludiendo a que para gozar de mejores servicios y mantenerlos deberíamos pagar más, no toma en consideración nuestra considerable evasión fiscal y un gasto superfluo y excesivo de ciertos sectores.

En España se alcanza el 33,1% y el 43% de máximo. Puede parecer hasta escaso. Nuestro índice se halla, incluso, por debajo de Portugal y lejos del 42,8 de Francia, Italia o Austria, por ejemplo. Dice la ministra económica que no se van a subir más. Pero al aludir a la carga impositiva deben tomarse otros factores esenciales, como el nivel salarial. Al fin y al cabo, al trabajador o al pensionista lo que le interesa es lo que percibe, excluidos impuestos, lo que se le permite gastar. El eslogan de que paguen más los que más tienen se ha convertido en una operación complicada cuando algunas autonomías como Cataluña, Asturias, Baleares, Extremadura y Andalucía han ejercido su derecho a aplicar incrementos de forma variable. Tampoco nuestros depósitos para tiempos difíciles llegan a cubrir las necesidades del mantenimiento del Estado del paro que nos hemos dado. El Gobierno no debería convertirse en un equipo de seres caritativos, ni aplicar el buenismo, sino la cultura de la equidad, del esfuerzo, de la justicia recaudatoria y distributiva. Se ha aludido en múltiples ocasiones a que resulta muy difícil descubrir la economía oculta e insolidaria, la que recibe los beneficios que le pagan el resto de cotizantes, y resulta más sencillo apretar las tuercas a los ya fichados, quienes están en las fauces de los ordenadores de Hacienda, tan eficaces. Es cierto que las estructuras en carreteras, en ferrocarriles de alta velocidad, en energías renovables nos han situado casi a un primer nivel. Puesto que tal esfuerzo se ha realizado en pocos años, disponemos de lo más nuevo y deslumbrante.

No deja de ser cierto, asimismo, que seis de los países de la Unión Europea han anunciado ya próximas subidas de impuestos. Evitar, con la ley en la mano, pagar lo menos posible a Hacienda, es propio de cualquier ciudadano en cualquier país y etapa de la historia, puesto que lo de los impuestos no se inventó ayer. En la muy utilizada obra de Ramón Tamames sobre la economía española de entonces, versión para no especialistas (Alianza Editorial, 1967), se decía que el «impuesto general sobre la renta de las personas físicas» obligaba a quienes obtenían más de 100.000 pesetas a cotizar desde el 2,5% hasta el 44% (para el exceso de seis millones), pero el repertorio impositivo de la época era casi tan diverso y aún más injusto que hoy. El Tamames de hace más de medio siglo, al margen de propugnar la nacionalización de la Banca y de una serie de industrias básicas, indicaba la necesidad de «una mayor presión fiscal en el contexto de un sistema tributario socialmente más progresivo que el actual». Tantos años más tarde podemos advertir males aún no corregidos y considerar que hay quienes entienden que la mayor presión podría resultar necesaria. Los problemas del Gobierno no vienen de los gastos, porque lo sencillo es bajar el salario de los funcionarios, congelar las pensiones o dejar de invertir en infraestructuras. Sólo cuesta votos. A la hora de aumentar los ingresos es cuando comienza a chirriar el mecanismo entero: que paguen los otros, piensa cada cual. Y muchos entienden que sería oportuno atajar lo opaco: que Hacienda mejorara el control de los descontrolados, que Trabajo inspeccionara el uso fraudulento de ayudas a los parados, que se redujeran gastos superfluos en los múltiples organismos oficiales, racionalizando el uso del dinero público. No van a subir más los impuestos. ¿Seremos menos modernos?