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Marcelino Camacho
La última entrevista que le hice en la radio a Marcelino Camacho fue una lección de lo que es un sindicalista de verdad. Se negó a que le pagara el billete en clase preferente y me exigió clase turista, «que es la mía». Cuando le propuse enviarle un taxi a recogerle, insistió en que le dijera el metro más cercano a la emisora para que él y su mujer pudieran cogerlo. Al final le convencí y, aunque el taxista le hizo esperar media hora en plena calle, me dijo que el compañero estaba trabajando y seguramente él lo sentiría más. Escuchar a Marcelino siempre es (ahora no le escucho, será porque los bramidos de los sindicalistas modernos apagan la voz de la coherencia) un placer. Es capaz de llevarte al fin del mundo siempre que sea en turista y sin agravio para el trabajador. Jamás una actitud violenta ni chulesca en su gesto ni en su verbo. Lo suyo sí es clase. Clase obrera. A Marcelino no me lo imagino preparando una huelga general en un crucero de lujo o comiendo en un restaurante de boato mientras pide al trabajador paciencia con la crisis. Nunca hubiera permitido que el derecho a huelga amenazara el derecho al trabajo, y mucho menos con coacciones propias de regímenes fascistas contra los que él tanto luchó. A Marcelino ningún trabajador le hubiese dicho «gracias a los sindicatos por putearnos». Tampoco hubiera propuesto a La Roja devolver su prima mientras su sindicato se embolsaba miles de euros. Sus piquetes no hubiesen sido sucursales de la kale borroka, insultando, agrediendo y provocando a los trabajadores. Marcelino nunca le hubiera hecho una huelga general al currante. Son otros tiempos. Marcelino vuelve, aunque sea para sentar criterio a los que arrastran tu trabajo y tu ejemplo por el fango.
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