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Cómo se aprende a vivir atado a un medidor de radiación
Veinte minutos antes de llegar en tren a la ciudad de Fukushima, sobre la pantalla del dosímetro parpadea una amenazante luz roja. La alarma de estos medidores de radiación se activa al superar la barrera de los 0.4 microsieverts por hora, algo que sólo deja de ocurrir al entrar en edificios, túneles o zonas que han sido parcialmente descontaminadas. Indiferentes, los pasajeros continúan durmiendo, leyendo el periódico o navegando por Internet.
En algunos puntos de la provincia se alcanzan los 10 microsieverts por hora. Aunque no existe un consenso científico, las autoridades japonesas consideran que, con estos niveles máximos, se tardaría más de un año en absorber una cantidad de radiación peligrosa. «Generalizando mucho se puede decir que quedarse a vivir en Fukushima, sólo eleva ligeramente el riesgo a desarrollar un cáncer, como lo elevan otros factores tales como una mala dieta», detalla Evan B. Douple, jefe de Investigación de la Fundación de Efectos de la Radiación de Hiroshima.
Por si acaso, los habitantes de Fukushima comprueban la radiación de manera cotidiana. Los dosímetros están por todos sitios. Los hay de metro y medio de altura y otros minúsculos. Incluso algunos integrados en teléfono móviles y programables en «modo vibrador» para evitar el pitido de una alarma que, de lo contrario, estaría sonando las 24 horas. Ha pasado un año desde que esta provincia al noreste de Tokio protagonizase el peor accidente nuclear desde Chernobil.
La ciudad ha recobrado sus constantes vitales y, al menos de puertas adentro, funciona con la habitual eficiencia japonesa. En las zonas rurales más cercanas a la central y pegadas a la zona de exclusión, el panorama es bien distinto. Los cultivos languidecen, los huertos se echan a perder y en las ganaderías no hay rastro de animales. Con todo, no se puede hablar de pánico y poca gente ha huido más allá del área de seguridad de entre 20 y 30 kilómetros trazada alrededor de la central. Las autoridades calculan que sólo han abandonado la provincia unas 50.000 de los casi dos millones de personas censadas.
Por la calle, sin embargo, no hay demasiado trasiego, ya que los expertos transmiten calma, pero aconsejan permanecer dentro de los edificios. En la puerta del colegio Fukushima Uno, el dosímetro se dispara, pero al atravesar la verja los dígitos del medidor caen en picado. Su director explicó a LA RAZÓN en octubre que acababan de limpiar las paredes y los techos, cambiado la arena del patio y de los jardines.
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