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Dulces amargos
A nadie le amarga un dulce. O más bien, a nadie le amargaba. Con la hipertrofia de la intervención del poder en la economía y la sociedad habrá que cuestionar la sabiduría del viejo refrán. En efecto, los dulces que reparten las autoridades dejan a menudo un regusto amargo, y las subvenciones a los sindicatos son un ejemplo. En principio, todo debería haber ido viento en popa: dinero de los contribuyentes canalizado en torrentes hacia las centrales sindicales, en particular UGT y CC OO. Un dinero fresquito que no requería el laborioso esfuerzo de conseguir afiliados que voluntariamente financien a sus «representantes». Siempre, además, se podía justificar que era un dinero empleado en buenas causas, como si el poder se ufanara alguna vez de arrebatar recursos a sus súbditos para gastarlo en causas malas. Y, sin embargo, el resultado de tantos privilegios al final ha sido el contrario al esperado, y los trabajadores, en vez de apreciar cada vez más a los sindicatos, muestran una actitud distante, cuando no hostil. Cabe imaginar su rechazo ante personajes como José Ricardo Martínez, líder madrileño de UGT, al que nuestro periódico llama con acierto «sindi-banquero», porque cobra doscientos mil euros anuales de Bankia, incluso más que el gobernador del Banco de España al que groseramente insultó. El señor Martínez, cuyos jugosos ingresos están hoy en todos los medios de comunicación, podría reflexionar sobre la amargura de los dulces. Pero en realidad, la reflexión debería ser general. Los sindicalistas podrían pensar, por ejemplo, en que hace unos años poca gente sabía lo que eran los liberados sindicales y cuántos había. Ahora lo saben todos los ciudadanos, igual que van sabiendo lo de las subvenciones millonarias a los sindicatos. Lo saben y no les gusta.
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