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Semana para celebrar

La obtención del premio Valle-Inclán por Francisco Nieva debería ser una de las grandes noticias culturales de esta Semana Santa. En el arte español reciente se dan algunas figuras excepcionales que, por su propia amplitud, son digeridas con dificultad por el magro sistema intelectual peninsular.

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Mientras un Darío Fo recibe el Nobel, un sistema cultural miope como el nuestro se acobarda frente a reivindicar que la obra de un artista como, por ejemplo, Albert Boadella conjuga, con datos objetivos, aún mayor mérito, complejidad y penetración social que la del italiano.

Algo parecido sucede con Don Francisco Nieva que, con el fluir de fondo de la cultura europea, ha logrado llevar un paso más allá el esperpento tan hispánico para ponerlo al día con formas teatrales que beben tanto del surrealismo como de una versión imaginativa y casi psicodélica de la «Comedia dell'Arte». Para entender cómo pudo darse esa conjunción, hay que leer sus apasionantes y desacomplejadas memorias tituladas «Las cosas como fueron».

Ahí se forjó una individualidad tan poderosa sin cuya parodia de lo «pompier», sin cuyo preciso tallado de personajes inimaginables, justo antes de la transición, hubiera sido más difícil imaginar luego la Movida. La visión que da en sus memorias de la Venecia que habitó lo refleja en la medida que, en lugar de concebirla como símbolo de decadencia y muerte, como tan pedestremente gusta de hacer la tradición europea última, crece en sus recuerdos como símbolo del ciclo eterno de la vida, de la lucha cotidiana por la gloria del amor.

En mi estantería, Nieva tiene un lugar de honor junto a los Fellini, los Stendahl, los Fo, los Boadella. El tiempo es quién finalmente da su veredicto irrebatible sobre los artistas y Nieva será siempre un lujo para la actual cultura española.