Aborto

Una ley innecesaria

La Razón
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Del proyecto de ley de muerte digna que la ministra de Sanidad, Leire Pajín, presentó ayer en el Consejo de Ministros, inquietan demasiados elementos como para encajar con naturalidad y confianza el discurso buenista del Gobierno. Los esfuerzos del Ejecutivo para que el nombre oficial del anteproyecto no incluyera la palabra muerte no son baladíes. Más allá de un embrollo retórico, que se presentará como «ley reguladora de los derechos de las personas ante el proceso final de la vida» pretende enmascarar sus propósitos y minimizar su contestación social. Según Pajín, la norma establece una serie de derechos de los pacientes en situación terminal y de sus familiares, así como da seguridad jurídica a los profesionales sanitarios que les atienden. La ministra aseguró que la ley respeta la voluntad de los pacientes, pero «no despenaliza la eutanasia ni el suicidio asistido». Esa filosofía políticamente correcta no aporta nada nuevo a lo que ya existía y es aquí donde arrancan los reparos y las sospechas. La ley de muerte digna no era necesaria, porque los derechos y los deberes de los pacientes y de los profesionales de la salud se encuentran ya perfectamente detallados y enmarcados en un consistente catálogo legal formado por la ley de autonomía del paciente, que regula el testamento vital, la Ley General de Sanidad y el Código Deontológico de la Profesión Médica, entre otras. Estas normas permiten establecer con criterios científicos y éticos los límites del derecho a la vida y los del ensañamiento terapéutico. Por tanto, ¿qué se persigue cuando se regulan unos cuidados paliativos ya reglados y que se prodigan con los enfermos terminales? Distintos colectivos cívicos y pro vida entienden que el propósito sólo puede ser dejar puertas abiertas, con cobertura legal, a prácticas que antes no las tenían, actuaciones como las del doctor Montes, único facultativo encontrado responsable de mala práctica médica con resultado de muerte por un comité de expertos independientes, pero referente de la izquierda en tratamientos terminales. Por eso, convendría que el Ministerio de Sanidad resolviera interrogantes sobre si el proyecto contempla la sedación terminal, la retirada de cuidados básicos (alimentación o hidratación) o el poder del facultativo para la supresión de soportes vitales. La ley tampoco reconoce el derecho a la objeción de conciencia del médico, lo que no sólo vulnera un precepto constitucional, sino que también violenta la autonomía a ejercer libremente su profesión. De este modo, se sitúa al especialista en una posición imposible, pues el proyecto, más que la autonomía del médico, reconoce la del paciente a decidir, lo que complicará que se pueda hacer valer el criterio profesional. Otra de las contradicciones del proyecto es que no recoge partidas económicas, pero asegura que cada paciente disfrutará de una «habitación de uso individual durante su estancia».
Sin duda, los cuidados paliativos necesitan mejoras tanto en la formación de las profesiones implicadas, como con una cartera de servicios comunes para el país y una dotación presupuestario suficiente para una cobertura del cien por cien. Pero todo ello no requería una ley que encaja en el discurso tradicional de la izquierda proclive a la eutanasia.