Grupos
Caballos sin patas por José Luis Alvite
En el caso de que Whitney Houston hubiese muerto por una sobredosis de fármacos, nadie tendría que extrañarse. Lo verdaderamente sorprendente es que algo así no ocurra con más frecuencia en un ambiente, el del éxito, en el que las grandes estrellas de la canción viven a merced de quienes programan con extrema exigencia sus actuaciones, sus sentimientos y sus sueños, sin reparar apenas en la extenuación del artista, convertido en un producto comercial al que hay que sacarle el máximo jugo mientras despierte interés en el mercado. En el caso de haber sobrevivido a sus trágicas circunstancias, no hay que descartar que Whitney hubiese tenido que comprar el periódico local para saber con seguridad en qué ciudad había despertado. Hay numerosos precedentes. Billie Holiday murió en la miseria a pesar de su renombre y de tantos aplausos. Whitney llevaba el mismo camino después de haber facturado centenares de millones de dólares. Ahora más que nunca el talento individual está pervertido por los críticos, adulterado por los productores y secuestrado por los contables. Si la chica mona está extenuada, alguien la arrastrará hasta sentarla frente al espejo del baño, le tapizarán el rostro con dos cucharadas de maquillaje y saldrá a cantar como sea, sorbiendo los vómitos, aunque hayan de ponerle una inyección capaz de hacer ganar el handicap del hipódromo a un caballo sin patas. Le enseñarán los papeles que firmó medio dormida y sólo la dejarán tranquila cuando de su voz ya ni se entere su garganta. Y entonces le ocurrirá como a Whitney Houston, que despertó cautiva en el interior de su cadáver y se dio cuenta de que sólo podría volver a casa por la puerta del cementerio.
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