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Pantalones blancos

La Razón
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Más de una vez he contado aquí o en la radio que la literatura fue en mi vida un recurso desesperado luego de haber visto defraudadas mis expectativas en otros campos. Siempre quise ser cosas que me permitiesen llevar una vida desordenada en la que sólo estuviesen en su sitio los obstáculos que la hiciesen aún más imprevisible. Es cierto que quise ser boxeador y que mis cualidades no estaban a la altura de mi entusiasmo, por lo que tuve que renunciar sin apenas haber distendido más que un par de veces los brazos a lo largo de la fulminante esgrima un jab. Me dolió renunciar al boxeo porque no creía que pudiese encontrar otra manera más arbitraria de proveerme de los numerosos besos que yo suponía que cabrían en mi boca dilatada por el doloroso primor de los bautismales golpes de los primeros combates. Un día mi padre me preguntó qué iba a ser de mi vida si era evidente que no podría abrirme paso a golpes y yo le dije que mi intención era ser profesional de cualquier cosa en la que se le diese valor a la desgracia de caer y al consiguiente coraje de levantarse. Mi padre me dijo que aquello era absurdo, que nadie podía vivir de sus derrotas y que lo mejor sería que me aplicase en los estudios e ingresase en la universidad. Como la cosa se puso seria, fui incapaz de confesarle con mucho convencimiento que la alternativa a mi frustrado sueño de ser boxeador, era mi sueño de ser… ¡gitano! A mi padre le entró risa. «Eso no es una vocación, hijo. Uno no se hace gitano del mismo modo que puede hacerse cura o novillero. Los gitanos no son una vocación; son una raza, no sé si me entiendes. ¿Acaso crees que podrías ser negro si te lo propusieses?¿O armenio?». La de ser gitano fue una ilusión sin expectativas, un sueño pretencioso y absurdo que en realidad ocultaba un deseo que me traía de cabeza desde la infancia: que me sentasen bien los pantalones blancos. En Cambados había un alcalde al que se le perdonaba su indolencia porque se paseaba vestido con sus impecables pantalones blancos. ¿Y qué eran los Kennedy sino una familia cuyas licenciaturas en Harvard habrían sido irrelevantes si a sus varones no les hubiesen sentado de cine sus magníficos pantalones blancos? A veces repaso las imágenes de John Fitzgerald Kennedy jurando su cargo en las escalinatas del Capitolio de Washington y pienso que si encandiló a sus votantes no fue por su magnífica oratoria, ni por su exquisita educación, sino, lisa y llanamente, por lo bien que le sentaba la raqueta de tenis cada vez que en las estivales tardes de té y fresas en Hyannis Port peloteaba vestido con aquellos pantalones blancos que transpiraban jabón y cogían la plancha incluso mejor que las banderas de los marines.