Libros
Esquelas
El otro día me llevé un chasco al enterarme de que tras la muerte de mi padre mi familia se había quedado poco menos que a dos velas, entre otras cosas gracias al rejonazo de las esquelas publicadas en Prensa. Aparecidas en diversos medios, una vez pasado el jaleo comenzaron a llegar facturas oscilando entre nueve y diez mil euros capaces de desriñonar al más pintado. A uno puede parecerle extraño que en plena era cibernética, de globalización mediática y apogeo de las redes sociales, todavía exista algo tan carpetovetónico como la esquela, con su ribete en negro, sus loas al difunto y su precio de oro. Parecen refugio de viudas de militares condecorados o caballeros con muchos méritos y títulos, a los que llora la parentela y el servicio, al que le gustan mucho estas cosas. Todavía recuerdo al gran Luis Escobar leyéndolas en «Patrimonio nacional» y diciendo «Todos conocidos…¡Caen como moscas!».
Última carcajada
Quiero decir que todo el universo del negocio de la muerte es muy berlanguiano, y que su amor por el humor negro junto a Azcona le hizo reírse de las fúnebres costumbres españolas en casi todas sus películas, incluida la última, «París-Tombuctú», donde hacía un guiño a Funerferia y sus novedades futuristas en ofertas mortuorias. Cercana a la admiración que le producía «Los seres queridos» de Evelyn Waugh, se permitía bromear sobre el aprovechamiento industrial de los cadáveres, como de toda la esperpéntica parafernalia que rodea las exequias alrededor del finado. La última carcajada amarga podría provocarla el chiste final del palo de las esquelas. Que acabarán desapareciendo con el ritmo de los tiempos en su naturaleza obsoleta, pero que tal vez sirvan, aún con sus ingresos, para que no despidan periodistas reduciendo plantillas, mientras la sociedad fenece poco a poco y todos pareciera que la espichamos a diario. En el fondo, todo nuestro esqueleto es una esquela latente, como diría Ramón, donde sólo los acreedores no te olvidan.
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