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Una vuelta de tuerca

La Razón
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-«¿Ejerce usted la autocensura?»– «Por supuesto que sí. Pero no por una presión exterior, sino porque yo puedo ser dos que se contradicen, uno que racionaliza y otro que razona, que no es lo mismo. Así, voy a ofrecerles una muestra de ello, y ustedes verán con quién se identifican o aprueban al final. Vale».
 Si ahora le preguntáramos a un chico humilde: –«Y tú ¿que quieres ser de mayor?» seguramente nos contestaría: –«Yo quiero ser un famoso de televisión», como en un pasado diría que torero; porque, para un niño en estos tiempos, no puede haber carrera más gratificante y que se logre con menos esfuerzo. Ve convertirse en símbolo mediático al más torpe y vulgar individuo, exhibiendo toda su torpeza, con la que se identifican miles de televidentes sencillos. Sin saber que sólo se les utiliza y halaga interesadamente, para engrosar la audiencia. Bien se descubre que es un perfecto cálculo del negocio televisivo. No parece sino que alguno de sus endiablados ejecutivos, con cara y tipo de conde Drácula, ha debido sugerir en un momento: –«Debemos ganarnos al público zafio, que es todo un continente inexplorado por la cultura audiovisual».
¡El muy sinvergüenza! Presenta como un informativo e imparcial reportaje la exposición narcisista de la zafiedad, lo que en el fondo supone la pública consagración de una «Escuela de Malas Costumbres» y un manifiesto atraco al contribuyente.
Hace tiempo que lo lamenté ante un amigo, prestigioso crítico de izquierdas, ya fallecido. Su reacción no me fue favorable. –«Hace ver lo que somos». –«¿Y no te da vergüenza ver lo que somos? Tú has sido comunista, yo he visitado, en tiempos, la Unión Soviética y me sentí conmovido ante una inmensa cola de gente corriente, para adquirir la versión discográfica de la ópera "Guerra y Paz", de Prokofiev. Con todos sus errores, el comunismo no hacía bandera de la zafiedad popular, que daba por sabida. Cualquier estado responsable evita incrementar –y menos exaltar– la zafiedad ambiente. Ni abrigar a una mafia económica que la explota descaradamente». Esto no convencía a mi amigo : –«El sistema democrático es la realidad sin tapujos. También hay un carnaval culturalista, inductivo, que altera y desorienta a muchas personas. Este no es más que el reverso de la misma moneda. La cruda realidad».
A esto, yo no sabía qué contestar. Pero, si hubiera sido ahora hubiera dicho: –«Para salvar al mundo del cambio climático y de la vesania bancaria, se están imponiendo, por instinto de conservación, cantidad de restricciones. Y una de ellas es no incrementar la ignorancia para sacar de ello un provecho, polucionando de zafiedad la humana convivencia. Ahora todo el mundo parece de acuerdo en fomentar la educación. ¿O en qué quedamos? Hacer un negocio de la simplicidad de un público mayoritario es anti-ecológico por esencia. En primer lugar, que la gente crea y hasta pueda probar que hacerse rico y famoso está al alcance del más ignaro chisgarabís. En segundo lugar, porque…».
Pero una voz, que llega de lo alto, me interrumpe el discurso:
¡A ver si te callas! Estás dictando un artículo pernicioso, precisamente por lo muy convencional del asunto, el peor de los muchos que se escriben, lamentándose de lo mismo. Pareces ignorar que no hay sociedad completa sin sus bajos fondos, su patio de Monipodio, su «corte de los milagros» y su «escuela de malas costumbres». Artistas y escritores de todos los tiempos se han inspirado en ese estrato complementario. Y tú –como tantos ahora– aprovecha la crisis económica y el cambio climático, para que alguien fanático encuentre a un culpable, que le sea políticamente antipático, y le descerraje un par de tiros. ¡Cuidado, eh! Llevabas escritas 666 palabras, la cifra del demonio.