Estados Unidos
En busca de un sentido
Hollywood y la cultura estadounidense han pasado de la propaganda de un país invulnerable a reflexionar, diez años después, sobre su trágica pérdida de inocencia
A finales de 2001, el músico contemporáneo Karlheinz Stockhausen protagonizó una sonora polémica debido a sus declaraciones acerca del atentado del 11 de septiembre. Al calor del terrible acontecimiento, su insensible «boutade» de calificar de «obra de arte» el atentado terrorista fue condenada y censurada de inmediato. Sin embargo, ¿hasta qué punto el músico apuntaba a una reflexión de más calado sobre las relaciones entre terrorismo, imagen y espectáculo?
Con el 11-S la cultura y, en especial, Hollywood tuvieron que vérselas con un nuevo fantasma, el del terrorismo fundamentalista, un espectro que ya había empezado a ser objeto de preocupación tras el fin de la amenaza de la guerra fría y la domesticación del comunismo. No en vano, antes de que el propio acontecimiento tuviera lugar, es muy significativo que el atentado de las Torres Gemelas ya hubiera sido escenificado en diferentes películas, guiones y portadas de discos. Un fenómeno, dicho sea de paso, que parecía dar razón a la lección posmoderna de que, en un mundo mediatizado por la ficción, la realidad a veces no tarda mucho en imitar al simulacro.
Cabe señalar además que lo terrible del nuevo terror inaugurado por el 11-S estribaba precisamente en inaugurar una guerra librada sobre el trasfondo de una igualdad fundamental: cualquier enemigo, por mísero e insignificante que fuera, podía amenazar y ejercer la fuerza de manera devastadora sobre la gran potencia. ¿Se desarrollaba aquí, pues, una violencia inmediatamente brutal, en la que las fuerzas en liza se enfrentaban de modo directo, cara a cara?
Cuidado con las imágenes
En absoluto, más bien un estado de guerra que tenía más en cuenta las representaciones simbólicas, los signos de amenaza, los miedos fríamente calculados. De ahí el carácter genuinamente mediático de este terror. Como intuyó Hollywood, el devastador ataque contra los símbolos del World Trade Center y del Pentágono –así como la respuesta de la bandera norteamericana, omnipresente en casas y edificios– obligaba a tener mucho cuidado no sólo con lo que se podía decir, sino, mucho más importante, con las imágenes que mostrar.
Si antes del 11-S la ficción parecía haber anticipado la realidad, después del atentado la realidad se preocupó de que la ficción se adaptara, evitando toda dimensión traumática, al proceso de duelo. Esta situación, concretamente en el cine, ha conducido a dos estrategias, marcadas por las diferentes visiones políticas de la Administración Bush y de Obama.
En un primer momento, como ha señalado el filósofo Slavoj Zizek, las películas «United 93», de Paul Greengrass, y «World Trade Center», de Oliver Stone, dos cintas aparecidas durante el quinto aniversario del atentado, adoptaron un primer modelo propagandístico. Los directores, conscientes de la necesidad de la inutilidad de servirse de un despliegue espectacular para explorar el suceso –grandes producciones, estrellas carismáticas, deslumbrantes efectos especiales–, se centraron en el coraje de la gente ordinaria en situaciones extraordinarias. Esta voluntad de realismo es interesante porque tanto Stone como Greengrass recortan la magnitud del acontecimiento del 11-S a una escala sentimental y se desinteresan de un contexto explicativo global o político más amplio.
En estas películas sólo vemos más que el problema de cómo actuar en caso de catástrofe. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que, subrayando la cuestión de la urgencia y centrando la atención en las reacciones de los protagonistas, ambas películas seguían el guión de Bush: «Cuando nos atacan, lo único importante es estar a la altura de nuestro deber y no hacer demasiadas preguntas».
Posibilidad de aprendizaje
Con la llegada de Obama esta visión de «urgencia» fue desplazada en el imaginario hacia una visión más cooperativa y más global, menos unilateral en política exterior. Un ejemplo: recordemos cómo el presidente Bush anunció el 21 de septiembre que «ya era hora de terminar el duelo». Cuando EE UU fue atacado en septiembre de 2001, el Gobierno procuró construir rápidamente una idea del país como soberano, impermeable, invulnerable: era inaceptable que sus fronteras hubieran sido violadas.
El imaginario cultural necesitó, por tanto, crear en contraposición –y como reacción defensiva– imágenes poderosas transmisoras de fortaleza: hombres seguros de sí mismos en el Gobierno, bomberos y policías luchando por salvar a gente del World Trade Center y, paralelamente, una suerte de resurgimiento de la idea de político fuerte, eficaz y, llegado el caso, militarizado. Frente a esta opción más autárquica, replegada sobre sí misma, una corriente distinta parece entender el acontecimiento de otro modo: como una posibilidad, trágica, ciertamente, de aprendizaje, como un proceso en el que América ha perdido su inocencia y trata de explicarse a sí misma en relación con el mundo.
El atentado y la gran novela americana
Fue Don DeLillo uno de los primeros en tratar el 11-S c on su novela «El hombre del salto», pero parece que diez años después ha llegado la novela definitiva, en la que se refleja cómo Estados Unidos ha tenido que aprender a convivir con su tragedia y rehacerse. Es « Libertad», del escritor Jonathan Franzen, que Salamandra está a punto de publicar en España.
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