Libros

Libros

La blonda de la saliva

La Razón
La RazónLa Razón

En la librería que frecuentaba de muchacho había una dependienta muy atractiva y ése era el principal motivo de que gastase en libros el dinero que otros amigos preferían dedicar a divertirse en los bares. La chica vestía minifalda con frecuencia. Si el propietario de la librería hubiese hecho un estudio de su negocio, habría descubierto que sus ventas fluctuaban según como fuese vestida su empleada. Y también habría caído en la cuenta de que cada vez que la dependienta se ponía su minifalda amarilla, a mí me entraban ganas de leer aquellos terribles tostones centroeuropeos que permanecían llenos de polvo en un lugar muy alto de las estanterías al que ella sólo alcanzaba con sus manos encaramada en lo alto de la escalera de ruedas. Ya no recuerdo los nombres de todos aquellos sesudos escritores checos y polacos cuyos libros por otra parte nunca leí, pero de ninguno de ellos olvidé jamás sus bragas. Fue aquella muchacha la que me arrastró a la cultura, pero si ella cambiase su trabajo por el de empleada de un tanatorio, estoy seguro de que con el mismo entusiasmo me habría encaprichado con la muerte. Siempre supe que mi afición literaria suele ser la secuela de algún instinto carnal y que mi formación como persona tiene más que ver con mis pasiones que con mis conocimientos. Jamás entenderé que para ser felices los hombres intenten emular a sus dioses, cuando les resultaría más asequible, y más agradable, imitar a sus perros. Puede que lo que digo no sea un buen ejemplo para los muchachos que me leen, pero no sería sincero si no reconociese que fui más feliz en aquellos pocos años veniales de mi vida en los que siendo un chiquillo tenía a menudo en la cabeza las mismas pedradas que mi gato. Todos hemos mirado de muchachos hacia el cielo pensando en que se derramase sobre nosotros la luz de la posteridad. También yo hice eso en una época casi amniótica de mi vida, cuando creía que Dios era más seguro que los aeroplanos. Luego me di cuenta de que si lo que esperaba de la vida era ser feliz al instante de desearlo, lo mejor sería que levantase la vista al cielo con la esperanza de verles a los aviones las bragas casi de oblea de la dependienta de aquella librería compostelana en la que un día descubrí que no hay una sola novela que no mejore si al abrirla huele como si su texto hubiese sido redactado con la blonda de la saliva en el bastidor de la lencería. (A Carmen Montesinos, por dejar que mi mano escriba en la palma de la suya).