Atenas
Yorgos Papandréu
Antes en Grecia podías ser Diógenes de Sinope o de Laercio, Aristarco de Samos o de Samotracia, o llamarte Galeno de Pérgamo y ser el yerno de Hipócrates de Cos. Los inventores de la democracia pareciera que primero redistribuyeron la inteligencia, pero tras el siglo de oro de Pericles, en el 500 a.C., una larguísima decadencia condujo a que en la Hélade sólo pudieras ser Papandréu o Karamanlis, como en Jerez solo merece la pena ser Domecq o caballo. El catastro griego sólo registra cinco piscinas entre Atenas y el corredor que la une con el puerto de El Pireo. Solo ese dato hubiera impedido el ingreso de Grecia en la eurozona y hasta su entrada en la UE, porque evidencia una contabilidad creativa monstruosa en la que se evade más de lo que se tributa, los muertos envejecen cobrando sus pensiones y el Estado ignora cuántos son sus funcionarios. Al menos desde la desocupación italo-nazi, los griegos están bailando sirtaky sobre los platos rotos. En el G-20 al socialista Papandréu le habrán puesto un revólver sobre la mesa, y hoy el referéndum sigue sin estar conjurado. Puede haber Omega para todos.
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