Conciliación

Volver al trabajo por José María Marco

La Razón
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La tarea de los gobiernos no consiste en cambiar las mentalidades. Esa era la idea de quienes nos gobernaron hasta hace poco, cuando la ley se había convertido en un instrumento de ingeniería social y la acción política en una máquina de propaganda. La nueva reforma laboral no va por ahí. Surge, en cambio, de la percepción generalizada, y corroborada por cinco millones de parados, de que la legislación laboral española había quedado obsoleta y no era capaz de responder a nuestra realidad económica, social… y moral.

El problema viene de muy lejos y hasta ahora no se ha solucionado nunca. En nuestro país trabaja menos gente (proporcionalmente) que en los demás países europeos. Entre los años de la Transición y el primer gobierno del PP, en 1996, no se creó un solo empleo neto: siempre hubo el mismo número de personas trabajando. La situación cambió luego, pero no variaron las condiciones laborales. Aunque se creó mucho empleo, el paro no bajó nunca de cantidades consideradas escandalosas en otros países. Y desde que llegó la crisis, la destrucción de empleo ha sido masiva.

En estos últimos cuarenta años, la sociedad española no se ha mostrado conservadora en casi ningún aspecto de la vida excepto, justamente, en este del trabajo. Hemos primado a los empleados con contrato fijo, hemos otorgado privilegios extraordinarios a los empleados públicos, hemos aceptado como principio básico que nadie debe moverse de sitio para encontrar trabajo. Creamos así una sociedad de dos velocidades en la que quienes tenían empleo, seguros de su estatus, contemplaban desde su reducto blindado a quienes vivían en la inseguridad permanente: autónomos, inmigrantes, jóvenes que encadenan contrato temporal tras contrato temporal. Eso es lo que han defendido los socialistas y los sindicalistas de clase, sin duda confiados en que el apoyo de los primeros sería suficiente para mantenerlos en el poder. Para los demás, bastaba con la propaganda.

Con la crisis, acabó por llegar el día en que un empresario calculó que no tenía más remedio que empezar a despedir a los privilegiados. El coste de este despido está en relación directa con la aversión a volver a contratar. A partir de ahí, todo el esquema se vino abajo. La nueva legislación se adapta a la nueva situación y empieza a desenmarañar un nudo histórico: de ahí su prudencia y su complejidad. También abre la puerta a una cierta justicia, al empezar a acabar con situaciones de privilegio como las que hemos vivido hasta ahora. Con algo de suerte, permitirá una nueva forma de vivir el trabajo, distinta de la que había acabado prevaleciendo. El trabajo no puede ser, ni es, una condena. Al contrario, es lo que nos permite crecer y prosperar, a los individuos y a las sociedades. En España habíamos llegado al punto contrario. Eso es lo que habrá de cambiar ahora.