Londres

Los otros palacios

Cuándo: 9 del 8 de 2011. Dónde: en una tienda de electrónica de Birmingham (R.U.). Por qué: durante la ola de violencia callejera que sufrió el país se saquearon comercios

La Razón
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Acababa de venir de una visita nocturna al museo de L'Hermitage, cuando me introduje en internet y me tropecé con estas imágenes de saqueo. Venía emocionado, no por haber estado, a una hora inusual, en uno de los museos más importantes del mundo, sino porque al ascender por las escalinatas del edificio primitivo del Palacio de Invierno, estaba subiendo por el mismo lugar que, en 1917, inició uno de los sueños revolucionarios que cambiaron el siglo XX, aunque el sueño se convirtiera después en la pesadilla comunista.
No voy a caer en el simplismo de diagnosticar que aquellos hombres querían transformar el mundo y estos jóvenes lo único que desean es tener un buen equipo de sonido, aunque sea robado, porque sería coincidir en buena parte con la declaración de Cameron, que achaca los desmanes a la mala educación familiar, que es algo así como si un médico diagnosticara que todos los catarros son debidos a las corrientes de aire. No es necesario ejercer la Sociología para intuir la gran cantidad de factores que intervienen en estas explosiones ocurridas en Londres –ayer, en París– y hasta hace unas horas en Madrid.
Lo que sí me extraña es que ese defecto del simplismo se adjudique, en cambio, a los cientos de miles de jóvenes que esta semana próxima, desde todas las partes del mundo, van a inundar Madrid, con escasa indignación y muchas ilusiones. El materialismo histórico que nos legaron Marx y Engels puede servirnos para explicar el movimiento de las migraciones, pero no podemos entender el terrorismo islámico, ni las guerras de religión, ni el hecho de que millón y medio de chicos y chicas, procedentes de todo el mundo y de todas las clases sociales, se reúnan en la capital de España, y, además, estemos completamente seguros de que no van a saquear ninguna tienda, ni van a asaltar El Corte Inglés. El prejuicio con que, desde la izquierda intelectual, se contempla el fenómeno y se ironiza sobre él, me recuerda la pereza de esa misma izquierda europea para mirar hacia otro lado cuando llegaban testimonios del horror comunista, sin que ni a Sartre, ni a ningún otro santón, se le moviera una pestaña, porque consideraban que millones de asesinados y desterrados eran «daños colaterales» y gracias a esa complicidad, anuencia y cobardía, prosiguieron las atrocidades muchos más años de los que se merecía el pueblo ruso.
Analizar el movimiento de los llamados «indignados» desde el prejuicio es una zafiedad intelectual. Y sancionar que el millón y medio de jóvenes que vienen a Madrid son unos alienados, víctimas de la religión –ese «opio del pueblo»– es una ramplonería de tal calibre que descalifica a sus autores.
El ejercicio intelectual es entrar en las incómodas y trémulas aguas de la duda. Comprendo a quienes desean un catecismo, sea marxista o católico, para entender el mundo. Pero que no se llamen intelectuales, porque no se puede considerar como un axioma que no haya otros sueños, ni sea posible la persecución de otros ideales y el asalto a otros palacios de eterna primavera.