Historia

Historia

Autómatas

La Razón
La RazónLa Razón

El siglo de Port-Royal –tan excelentemente evocado en las últimas lecciones universitarias de Gabriel Albiac, recogidas en libro por Alberto Mira, sobre nuestras «Servidumbres voluntarias»– fue el siglo de las máquinas y comenzará siendo, como luego el siguiente será el de los autómatas, y como el nuestro es el de la obediencia digitalizada e interiorizada como la gran virtud ciudadana,

Pascal hizo su propia «máquina aritmética», o «Pascalina», inventada a sus diecinueve años para ayudar a su padre en los complicados cálculos de recogida y distribución de tasas o impuestos en Normandía, y más tarde la máquina para pesar el aire. Mademoiselle Jacqueline Pascal, cuenta a su otra hermana, Madame Périer, la visita de Monsieur Descartes a Blaise para ver esta última máquina. Jacqueline fijó la visita para las diez y media de la mañana de un día de setiembre de 1647, y nos dice que en cuanto Descartes llegó, enseguida de los saludos se habló de la máquina en cuestión.

La alegría de conocer e inventar parece que debió de ser para Pascal, un hombre tan lleno de achaques y sobre todo víctima de jaquecas brutales, todo un descanso. E incluso hasta un analgésico como ocurría también con sus frecuentes dolores de muelas de los que se distanciaba haciendo un cálculo matemático difícil; pero el inventar debió de ser, para él, sobre todo un impulso de vida y un divertimento. «Perfeccionándola continuamente –escribe el mismo Pascual de su máquina aritmética–, encontré razones para reformarla y, reconociendo a fin de cuentas la dificultad de funcionamiento, la rudeza de los movimientos, o el peligro de estropearse demasiado fácilmente por la acción del tiempo, o en el transporte, me tomé el trabajo de hacer hasta cincuenta modelos completamente diferentes; unos en madera, otros en marfil, otros en ébano y otros en cobre, antes de alcanzar la perfección de la máquina que ahora presento». Y sigue diciendo: «Los curiosos que quieran ver esta máquina se dirigirán, por favor, a ‘‘sieur de Roberval'', profesor ordinario de matemáticas en el Colegio Real de Francia, que les hará ver sucinta y gratuitamente la facilidad de las operaciones, se la venderá y les enseñará cómo se usa». Y así eran los anuncios en aquellos tiempos: eran verdad, podía comprobarse que lo era, y comprarse, además, si uno la necesitaba. Porque las máquinas eran todavía meros útiles, o también divertimentos, por ejemplo haciendo mover muñecos cada vez más deliciosa, y también más inquietantemente parecidos al hombre en sus movimientos y actitudes.

Y lo que ocurrió luego fue que las máquinas y los autómatas fueron enseguida muy otra cosas, y en nuestro tiempo, más bien fueron adquiriendo la naturaleza de la máquina sadiana, incluso «hacedora de sexo» como en los tiempos de la República de Weimar; pero, como en Sade, con un propósito absolutamente metafísico y teológico. La tecnología es exactamente metafísica como afirma Heidegger, y Bernanos formulaba su propósito teológico diciendo que «la máquina se ha hecho hombre por una especie de inversión demoníaca del misterio de la Encarnación».

Pero en el gabinete sadiano de Silling, que es como la falsilla por donde la historia ha transcurrido luego, está, sobre todo. la otra operación realmente transubstanciadora: la conversión de los hombres en autómatas, androides y marionetas o muñecos de un Imperio invisible, no sólo absolutamente obedientes y voluntaria y cómplicemente sumisos a mandatos del poder, sino identificados con él y su visión del mundo y de nosotros mismos; y sería suficiente recordar que en l945, cuando, recién acabada la Segunda Guerra Mundial. El general MacCarthur hizo a Washignton sus propuestas sobre el sudeste asiático, quien respondió a ellas no fue un equipo político o técnico, sino un ordenador, que dictaminó: «Negocio deficitario».

Ese día el discurso humano se hizo innecesario, –piensa con razón Günther Anders– y quedó reducido a mero intérprete de lo decidido por una máquina. Y aquí estamos. Ni el Gran Hermano es ya fiable, porque algo tiene de hombre, y humano ya no debe haber nada.