Hollywood
Bonnie & Clyde vivir al límite
Fueron los fugitivos más célebres de EE UU en la década de 1930 y su vida salvaje inspiró a muchos en los 60
Antes las crisis daban para más. Antes de Madoff y los pelotazos inmobiliarios, de una crisis salían hasta héroes. La gente no tenía un chavo en el bolsillo, pero al menos les quedaba el consuelo de que un desconocido vendría a vengarles la miseria. Alguien que levantara la pasta a quienes les habían quitado a ellos los ahorros. A los desfavorecidos siempre les ha reconfortado la justicia poética, aunque provenga de un fuera de la ley. Hoy ya nadie roba bancos. La costumbre se ha perdido. Ahora se saquea el Palau de la Música, que da menos fatiga. En esto se nota que estamos en otra época. Hoy parece que está mal visto atracar una sucursal y, además, existen cámaras de vigilancia, lo que supone un serio inconveniente. En el crack del 29, sin embargo, no existían problemas de conciencia ni esos detalles tecnológicos. Lo más avanzado eran los cigarrillos con boquilla y la señorita esa que te contestaba desde el otro lado de la línea para preguntarte qué número deseabas marcar. En los EEUU de 1930, el romanticismo lo ponían los cantantes de jazz, la ley seca y un puñado de delincuentes seducidos por las películas y la rapidez de sus coches. Mientras en España hacían furor Santiago Rusiñol y el Anís del Mono, allí los que triunfaban eran John Dillinger y «Baby Face» Nelson. La distancia entre los dos países se ve que era la misma que había entre la intrahistoria de Unamuno y el FBI de Edgar Hoover. En aquellas bandas, ellos siempre resultaban elegantes y ellas llevaban gorra, pantalones y fumaban pitillos, demostrando que la modernidad es transgresión. El cine todavía no era tan rubio platino como esas chicas solteras con antecedentes que sabían recargar la ametralladora pero no preparar la cena. El amor interestatal de Bonnie & Clyde fue una anticipación, en plan realista y sin guión de Hollywood, de las «road movies» de finales de los sesenta. Con su Ford V-8 Sedan, fueron los primeros «easy rider» de las carreteras norteamericanas. Su aventura acabó con una loa de 167 casquillos haciendo sombra en el arcén. Eran jóvenes, fotogénicos y cinematográficos. Y escaparon de la Gran Depresión, de las uvas de la ira y de los retratos de Walker Evans con una epopeya de trece asesinatos y una muerte para enmarcar en1934 (el mismo año de la Revolución de Asturias, lo que viene a decir lo que éramos por entonces). Ella lo llamaba «niño» y, desde que lo conoció, lo único realmente emocionante de su vida era él. «Ya nunca pasa nada», le escribe en una carta cuando él hacía penitencia en «The Bar Hotel», que es como llamaban a la cárcel del condado de Dallas. Los dos sabían que los chalecos antibalas y las huidas con el acelerador a tope acortan la vida, pero también que unen mucho. LA FECHA: 1934Los cazaron a las 9:15 de la mañana en una carretera apartada de Louisiana. Seis polis emboscados tras unos arbustos. Los lideraba un tal Frank Hamer. La historia sólo recuerda su nombre por este hecho. Soltaron todas las balas que llevaban en los cargadores y probablemente volvieron a recargar las armas. Los tiros agujerearon la carrocería del coche hasta dejarlo sin pintura. Ninguno se dio cuenta de que ahí comenzaba una leyenda.
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