Ministerio de Justicia
El árbol y su fruto por José Luis Requero
Nuestro modelo constitucional presenta síntomas de descomposición y sentencias como la de Garzón permiten pensar que tiene arreglo
El Tribunal Supremo ni ha inhabilitado ni ha expulsado a Garzón de la Judicatura. Hace ya mucho tiempo que dejó de ser juez, porque serlo es algo más que figurar en un escalafón, que te pague la nómina el Ministerio de Justicia o que el Consejo General del Poder Judicial administre nuestra vida profesional. Hasta cierto punto, la sentencia condenatoria no ha hecho sino que coincidan la realidad extrajurídica con la jurídica; eso sí, de forma traumática.
Critiqué mucho a Garzón por el asunto que le dio fama planetaria: el caso Pinochet. Se le veía como modelo y dije que como la «víctima» era un dictador, el aplauso era fácil; pero –añadía– esto que ahora se aplaude mañana se volverá contra nosotros. Así ha sido y la lista de ese «nosotros» ha ido engordando. Sobre las prácticas instructoras de Garzón hace poco releía uno de los artículos –titulado Riofrío–III– del catedrático y abogado Santiago Muñoz Machado. Tremendo. Luego se publicaba un libro, no menos duro, de Jaime Ignacio del Burgo sobre el caso del lino. Ninguno de esos escritos ha sido contradicho. Y a propósito del «caso Gürtel» me pregunto qué sistema judicial serio permite que alguien que ha sido diputado investigue como juez a sus adversarios políticos.
Hace tiempo me lancé a dar consejos y dije que, si se es juez, hay que estar a la lógica de un juez y asumir sus servidumbres; si la lógica es otra –no sé cual–, no es elegante revestirse con los ropajes judiciales ni invocar para sí el respeto que se nos debe tener. Y si la toga se ha quedado pequeña, habrá que colgarla. Basta seguir la prensa de estas décadas para deducir que a Garzón hace tiempo que ya se le tenía como un actor más en el gran teatro de la lucha política. Sus actuaciones han ido en paralelo al «momento» político y han traído la costumbre de que lo que hacen los jueces se analice y valore con criterios políticos, no jurídicos.
Ya metido en procesos propios, también aconsejé hace tiempo que alejase esas amistades tan peligrosas, que se centrase en su defensa jurídica, que se evitase planteamientos antisistema, que trasladase la idea de que se le sienta en el banquillo por una dudosa aplicación de la norma. Pero de nada ha servido. Dice el Tribunal Supremo que lo hecho por Garzón en el caso Gürtel es propio de regímenes totalitarios, lo que confirma el apoyo de cierta izquierda cavernícola, faltona y chulesca, tan amiga de esos regímenes; no menos inquietante es que el portavoz parlamentario en temas de Justicia del principal partido de la oposición salga en su defensa: quien representa a un partido que ha gobernado España durante veintidós de los treinta y un años de régimen constitucional muestra así una concepción de la Justicia en la que ésta sobra, sólo caben jueces amigos o enemigos, propicios o menos propicios. Así se explica lo que tenemos.
Nuestro modelo constitucional presenta síntomas de descomposición, y sentencias como la de Garzón permiten pensar que tiene arreglo y, lo que es más importante, que el propio sistema judicial puede autocorregirse. En lo judicial, Garzón ha sido uno de los más paradigmáticos frutos de ese árbol que algunos se empeñan en descomponer. Ha sido fruto de esa política que, en su costumbre de llevar el sistema al límite y bordear la legalidad, busca jueces «propicios» y un sistema judicial que facilite esa promiscuidad; en ese ambiente, muchos jueces saben mantenerse independientes, otros están encantados de ser «propicios».
Pero sobre todo representa otro fruto no menos envenenado: el del relativismo jurídico. Un juez prevarica si, conscientemente o por ignorancia, actúa contra Derecho. Erigido en nuevo icono del apolillado uso alternativo del Derecho, Garzón, en realidad, lleva razón: jamás ha prevaricado. Dice que ha actuado en conciencia y conforme a Derecho, y le creo. Pero el matiz está en que el Derecho que aplicaba no era el procedente, sino el que a cada momento disponía a conveniencia; él era la fuente del Derecho; él era legislador y exclusivo juez de su peculiar Derecho: él era el Estado. Y lo malo es que se lo creyó.
José Luis Requero
Magistrado
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