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Gargantilla verde (y V)

La Razón
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Nunca quise imaginar qué habría ocurrido si aquella noche ella hubiese bailado conmigo la canción de Rod McKuen. Me conformo con la evidencia de que ni merecí siquiera su bofetada. La mujer hermosa de la gargantilla verde dijo que tenía que irse y yo no me sentí capaz de pronunciar una sola frase capaz de detenerla. Incluso evitó que me ofreciese a llevarla en coche. «Siempre estoy cerca del lugar al que tendría que ir», dijo. Habíamos tomado sólo un par de copas y reconozco que me halagó su gesto de permitir que la invitase de nuevo. Hasta me sentí ruin y avergonzado de que aquella noche me sobrase dinero y me hubiese salido tan barato el premio singular de una apuesta en la que no contaba. La vi irse a lo largo de la barra y doblar la esquina del guardarropa, desbrozando con el machete de su empaque el humo de los cigarrillos. Subió luego las escaleras dejando en su estela el estrambote de aquellas pisadas que durante un rato caminaron por mi estómago como martillazos de seda en los clavos de la crucifixión. Días más tarde recibí de manos del barman del «Corzo» una breve nota manuscrita con letra limpia y herniada, tenaz y fluida como una reata de agua, rematada con una firma ilegible. Aunque por mi natural desidia rompí al poco rato el papel, recuerdo al pie de la letra una de sus frases: «Me marché enseguida por la sencilla razón de que cada vez que me sabe a poco un buen momento, temo que al día siguiente todo sea reiterativo y manido, como si hubiesen pasado demasiados años sobre ese instante, igual que envejece la vida en los periódicos a medida que los vas leyendo». En los días que siguieron dudé de que algo así me hubiese sucedido y hasta pensé que aquella mujer había sido la prueba evidente de que por si no fuese suficiente que la literatura me alterase el sueño, lo más probable es que me estuviese afectando también a la vista. Pero después ocurrieron cosas que me hicieron ver que aquel encuentro había existido. Pude saber entonces quien era ella. Se llamaba Rocío González y me la encontré años más tarde en el Savoy, trayendo en la mano una carta de la inolvidable Lorraine Webster. Ella jamás reconoció en mí al tipo que había pagado una noche de lluvia sus facturas. Y si yo lo cuento aquí es solo porque ella sí que me recuerda mi pasado, los días indoloros y dorados, breves como las camelias, cuando soñaba con ser uno de esos cosmopolitas tipos de mundo que se sonríen con melancolía viendo pasar por sus espaldas a la mujer elegante de la gargantilla verde, reflejada como un holograma de raso negro en el escaparate de «Cartier».