España
«No es esto no es esto»
Así lo expresó Ortega y Gasset cuando vio la deriva radical de la República. Él, que ayudó junto a otros intelectuales como Marañón a instaurarla, la abandonó
El régimen que nació el 14 de abril de 1931 fue bautizado, con razón, por Azorín como «República de los intelectuales». Nunca como entonces la influencia social, intelectual y política de los hombres de ciencia y pensamiento fue tan decisiva en España. En esta coyuntura, Ortega y Gasset ganó la batalla que lidiaba con Unamuno desde hacía veinte años por el liderazgo intergeneracional. Su famoso artículo «El error Berenguer» (15 de noviembre de 1930) sentenció a muerte al viejo Estado: «¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia».
La República llegó de forma cívica y pacífica como un régimen liberal, democrático y reformista en medio de la algarabía popular. Ortega, con Marañón y Pérez de Ayala, impulsaron la Agrupación al Servicio de la República, plataforma a través de la cual intelectuales y profesionales podrían hacer oír su voz sin afiliarse a ningún partido político. Las conocidas intervenciones de Ortega, muchas de ellas en las Cortes Constituyentes, fijaban el acuerdo en lo sustancial de aquellos intelectuales con las cuatro grandes reformas a las que se enfrentaba el país: agraria, militar, religiosa y territorial.
¿Qué sucedió entonces para que en muy poco tiempo se sintieran decepcionados con el camino de la República? Si en lo teórico aquellas reformas eran necesarias y positivas, el escaso tacto político con que se llevaron a cabo, la puesta en marcha de algunas medidas manifiestamente arbitrarias y los brotes de sectarismo a derechas e izquierdas que asediaron el régimen desde su mismo comienzo, enajenaron a aquellos hombres de la cotidianidad política.
Los intelectuales entendían que la inestabilidad política y social ponía en peligro lo que para ellos era el cometido fundamental de la República, es decir, la transformación educativa, cultural y científica española. Nunca dejaron de advertir del peligro que acechaba al régimen republicano como reflejaba la famosa alocución de Ortega en septiembre de 1931: «¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo». El desencanto se fue apoderando de ellos y así disolvieron la Agrupación en octubre de 1932, poco después de la intentona golpista de Sanjurjo. Terminaban entonces tres años de ilusiones y esperanzas. Las reformas no salían adelante, la situación era crispada y la República liberal y reformista que habían auspiciado se había dado de bruces con los retrasos seculares del país; la cuestión territorial nunca llegó a ser bien comprendida por el poder central; la reforma militar no logró transformar el ejército en unas fuerzas armadas modernas y despolitizadas; la separación Iglesia-Estado, aunque necesaria y oportuna, se llevó a cabo con evidente desatino; la reforma agraria, de enorme complejidad, tampoco tuvo el fruto deseado, pues chocaba con siglos de privilegios sociales. Al sentirse desoídos por la clase política, mientras Ortega abandonó totalmente la política, muchos otros intelectuales, sobre todo los pertenecientes a las generaciones del 98 y 14, no dejaron de expresar su disconformidad con la evolución de los acontecimientos.
En un contexto internacional más que cumplido –crisis económica, ascenso de las dictaduras–, las elecciones de noviembre de 1933 dieron lugar al bienio radical-cedista. En los dos años siguientes, se llegaron a conformar diez Gobiernos cuyas medidas estuvieron fundamentalmente encaminadas a rectificar lo realizado durante el bienio anterior y no a iniciativas legislativas propias. La revolución de octubre de 1934 contribuyó seriamente a desacreditar la II República ante la sociedad. Para entonces, ni izquierdas ni derechas se sentían ya cómodas en el régimen republicano. Las elecciones de febrero de 1936 reflejaron la polarización del país –si el Frente Popular había obtenido el 34,3% de los votos, los partidos de derechas el 33,2%–.
Una tradición común
¿Cómo asistieron a la debacle colectiva aquellos intelectuales liberales? Cuando el golpe de Estado del 18 de julio fracasó e introdujo a España en la peor pesadilla, vieron con horror cómo su país se despeñaba por el precipicio del odio. La mayoría de ellos entendieron que la República asediada apenas tenía nada que ver con la que cinco años antes habían apadrinado y que en la guerra que se estaba librando, aunque los dos bandos eran antidemocráticos, uno estaba encaminado a instaurar un régimen comunista con vocación de permanencia, en tanto que el otro daría lugar a una dictadura militar que contemplaban como transitoria hacia una nueva era liberal.
Obviamente minimizaban lo que Franco representaba a finales de los años 30. Los valores liberales y reformistas que representaban –y que habían dado lugar al período de mayor esplendor cultural y, sin duda, de mayor modernización de nuestra historia–, así como que no dejaran de proclamar en ningún momento la necesidad de la reconciliación nacional que sólo pudo sellarse cuarenta años más tarde, ha hecho que reconozcamos su contribución a la España democrática de la que hoy disfrutamos, y los integremos en lo mejor de nuestra tradición intelectual.
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