Grupos
Nunca fue de noche
Pasan unos minutos de las tres de la madrugada. En medio de la noche, que no en la oscuridad, Marijose sale a mi encuentro en uno de los viales del aeródromo. Un abrazo. Acogida. Me cuenta que su madre está encantada con los peregrinos ecuatorianos que ha acogido en Móstoles y que los hijos de sus amigos –no llegan al metro y medio y han soportado como el que más el calor del día en Cuatro Vientos– ni se han inmutado con los relámpagos.
Después del informe de incidencias se detiene en algo más: el silencio. No el de los que ya están dormidos a estas horas, sino en el de la Vigilia. Tras los vítores por la llegada del Papa al aeródromo los gritos cuando el aguacero apretaba, los dos millones se quedaron enmudecidos. Indescriptible. El Papa expone el Santísimo en la custodia de Arfe de Toledo. Y uno a uno, la multitud se arrodilla, reza, adora. Dios. Marijose no puede explicarlo mejor: «Nunca un silencio me ha impresionado tanto», dice. Quizá porque no era sólo silencio.
Y en pleno «flashback», una voz en segundo plano distrae. «Para volver a volver, no te marches ahora, de una vez quédate...». Una muchacha entona a «Siempre así» en el cruce entre el sector D5 y el D6. Vida. Le acompañan en el tablao improvisado medio centenar de jóvenes. Se arrancan a bailar dos italianos. Poco arte andaluz, pero sí con la gracieja que llevan en los genes los de allá. Uno siente que está en casa. Con dos millones de personas más, pero en casa.
Fin de la escena. Camino con Marijose hacia el escenario para cotillear la pinta que tiene de cerca el árbol de Nacho Vicens que preside el altar. Justo cuando intentamos fotografiarnos con la Blackberry –fallo, no tiene flash–, alguien nos llama. «¡Eh! ¡Vosotros! Necesitamos manos, no podemos más». No le pongan tono de angustia a esta cita, sino de alegría, la de los voluntarios que quieren compartir su servicio. Están haciendo una cadena humana para pasar de unos a otros el centenar de cajas que guardan las casullas que llevarán los sacerdotes durante la misa de clausura. Sin capacidad de reacción –ni de escaqueo– uno se ve pasando cajas y aplaudido por una multitud que agradece una mano más. Poco más de diez minutos pasan y el trabajo se termina. Otro aplauso más generalizado.
Son casi las cinco de la madrugada. Me despido de Marijose. Vuelvo al sector C2, el que marca en mi inscripción de peregrino, y encuentro una esterilla «reservada» por Isabel y Fanny. Gracias. María me hace una llamada perdida y asoma su cabeza para dar las buenas noches. Manques, Marga y Tere todavía tienen humor a esas horas. Lo tienen siempre. Virginia ha decidido no dormir: «Estoy alucinada. He ido hasta el final. Gente y más gente. Y los que se han quedado fuera...». «Si al final este Papa me va a caer bien», dice alguien a mi lado, a quien costó convencer para apuntarse a la JMJ, pero que ahora mira con otros ojos al anciano que se mojó por los jóvenes y con los jóvenes aquella noche. Y las que no sabemos.
Me tumbo. Caigo rendido. Pasan dos horas. Abro mis ojos. «¡Joselillo!, ¿qué tal has dormido?». La madre Almudena, calasancia de las de pico y pala, sonríe a pesar del «tute» que lleva encima como responsable de 250 peregrinos. Entrega. Ya no hay barro, la tromba de agua se fue hace ya varias horas, la tormenta de fe se queda. Y cuando uno se vuelve poético, y hasta cursi, recibe un SMS. De Marijose: «Buenos días. Firmes en la fe». Pues eso.
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